Lonely boy

Me pongo los cascos, le doy al play, y, ahora sí, soy feliz; por fin cesa el ruido blanco propio de la ciudad, ese constante pitido en los oídos similar al de un motor siempre en marcha bajo cuya pauta bailamos, concentración de transformers atascados en la calle Dante y que, ahora, mientras comienza a abrirse paso en mi cabeza la línea del bajo, unos primeros punteos, los graves, se funde todo ello junto, como si el sonido del zapping, el metro y los móviles formaran una canción que ya por fin baja su volumen. La BSO del mundo cambia de pista se acabó tener que ir al trabajo, las huidas que no llevan a ninguna parte, esa tía que conocí horas atrás en una fiesta de la cual me olvido perdiéndome en el recién nacido ritmo de la guitarra, anunciando ya oficialmente el nuevo tema al tiempo que el contacto con cuanto me rodea se corta definitivamente -en un adiós similar al tímido toc toc de un teclado que no grita sino soledad ante el porno de una pantalla- y así es que para cuando el vocalista pronuncia sus primeras palabras me suenan a un antiguo hechizo, un conjuro o algo así que detiene la Tierra como si hubiera llegado el amor, transportándome a otro lugar -lejos de toda pretensión- donde no me descubro aislado en mí mismo con el mp3 sino que acepto la soledad como si fuera puesto de mdma. Y no sé por qué o no lo quiero entender, pero me siento mejor paseando a solas mientras escucho Lonely boy que buscando a Dios en un polvo cualquiera donde encontrar el sentido o la compañía suficiente para no llorar.

El hombre que ríe

Y va el tío y me pregunta por sus zapatos. Mientras lo subo a la ambulancia, casi se me cae. De esas veces que te quedas en plan: ¿y ahora qué digo yo? Porque además el viejo buscó mi mirada y clavó sus ojos en los míos, todo serio. Esperando mi respuesta. Y vale que cuando empecé en este trabajo sabía que me encontraría con cosas duras, pero hay situaciones para las que no nos preparan. Como que un viejo calvo y arrugado en silla de ruedas y con las piernas cortadas te pregunte dónde están sus zapatos. Y encima que lo diga como queriendo que se los traigas. La polla. Imagina mi cara cuando después de un momento, al empezarme a aturrullar, coge el menda y se echa a reír. ¡Se descojonó a mi costa el muy cabrón! Y sigue: perdona el tropiezo de estos primeros pasos en nuestra relación, es que corro mucho en coger confianza. Menudo cachondo. Me pregunté la de años que llevará practicando la gracia, pero no creo que mucha gente le siguiera el rollo como yo: pues mira, le dije; conmigo ándese usted con cuidado, a ver si le tengo que partir las piernas. Y entonces es que pisó el freno y me miró con cara de haberle pegado un tiro en el pie, respondiéndome que tuviera yo cuidado con meter la pata; "si eso no lo digo yo", dijo, "no tiene ni puta gracia". Menuda patada en los cojones. Me quedé patidifuso, y, cuando fui a sentarlo con vergüenza en el asiento trasero, intentando ignorar el traspiés y hacer como que no había pasado nada, empieza el tío a reírse otra vez como loco y me suelta, volviendo a las andadas: ¡niño, el humor es como las piernas! ¡Que hay quien tiene y quien no! Joder. Ahí ya me dejó claro que podría haber hecho carrera de cómico, lo que todavía no sé es cuántos llantos le ha costado convertir en broma su desesperación.