I lived on the moon

Intento estar atento, atrapar el tiempo, captar aunque sea una imagen de esa pantalla donde veo la vida pasar; para cuando acepto algo ya ha cambiado, todo sucede demasiado rápido -como en un videoclip donde todo da vueltas y gritas mientras suena algo estridente - hasta que al final sólo pongo el automático, con la mente en blanco, engullido en una espiral de vacío sin ser capaz de entender qué ha pasado qué ocurre quién soy yo, tanto agarrarme a disfrutar exprimiendo el momento para ahora darme cuenta de que tan sólo tengo tras de mí años perdidos que nunca recuperaré. Sin recordar qué quería, perdido en la mediocridad, sólo puedo continuar haciendo como si nada, existiendo a medias, desubicado, sin que nada de esto -y vete a saber qué incluye la palabra "esto"- importe más allá de ser un entreacto, un preliminar fuera de la Historia o qué sé yo;  salgo por ahí de fiesta, hablo de series y de política, de la vida y del amor, diciendo lo que todo el mundo ha escuchado ya por ahí, dedicando todos los esfuerzos a sinsentidos con los que solucionar cualquier otra gilipollez. Trabajar para pagar el alquiler, obligaciones que nunca te harán feliz; una carrera sin premios, seguir adelante silbando mudamente como haría una piedra al caer. Velocidad constante, sin ritmo ni emoción, una mirada sin alma esperando tan sólo la siguiente vez, viviendo lo que llamamos día a día totalmente anulado frente a la posibilidad de una próxima vez, una vez más; despierto cada noche en una espera infinita de no sé qué, con el horario trastocado, respirando el humo de llenar tazas y tazas de té con las colillas de esta inquietud, deseando que suceda aunque sea por última vez, pero que sea una vez más y ya, por favor, porque hace tanto que no siento estar donde debo estar que he perdido toda referencia y ya ni sé dónde estoy ni hacia dónde debo caminar.

El desierto crece

Si llega un día en que nuestras voces no viajen ya nunca más por el aire, sino a través de satélites y pantallas; cuando hayan dejado de existir los instrumentos musicales, sustituidos por el ventilador de cualquier ordenador, y el arte no sea más que el vómito de una máquina realizando el programa de autolimpieza; si las teorías de la conspiración resultan ser ciertas y alguna vez, al amanecer, no sale el sol sino que los cielos sean expulsados por chimeneas de fábricas fumadoras de campos como un cigarro que tirar después; en ese momento en que los horizontes ya no sean montañas, sino altos edificios erigidos como una mandíbula ideada por un dentista loco jugando a ser Dios con un soldador, triturando cuanto queda de libertad y virginidad en nuestro campo visual; si siguen apareciendo nuevos continentes en mitad de los mares, extensos vertederos sobre los que no se puede caminar, nadar ni volar, pues engullen entre el plástico a cualquier pez alimento de los albatros, pájaro de buen agüero que dejará de existir; entonces, en ese día en que en vez de árboles crezcan farolas en el campo, barras de hierro, como pinchos, enraizadas en la tierra durante siglos hasta que -en un momento cualquiera, cuando el Progreso se tire un pedo- la mierda salga como por los bordes de una alfombra demasiado petada de tanto esconder la basura bajo ella, bueno. Si algún día brota el fruto de nuestra soberbia, me pregunto si es posible que un arqueólogo dedicado a las religiones del pasado pudiera toparse con alguna película de Miyazaki -donde las fuerzas de la naturaleza se levantan contra la ciudad del hierro- y tomarlas por profecías, o, no sé. Relatos mitológicos. Cuentos para niños acerca de un mundo fantástico en que la magía aún se podía no ya ver, pero al menos sí imaginar.

Okay, let's talk about magic


Apolo

Avatar de la Ciudad, encarna los no-lugares de la urbanidad; los pasillos del metro y la cola del supermercado, un ascensor o cualquier paso de peatones, todos esos sitios donde la gente -ese enorme grupo del que todo el mundo se queja y donde nadie se incluye-, en fin, todos esos resquicios de la vida diaria donde "la gente" -que él representa arquetípicamente- pasa sin parar, sin hablar más que del tiempo o alguna chorrada similar. Es todos y ninguno, pues su voz es la del anonimato; lo has visto, pero no puedes ponerle cara. Aunque te cruces con él cada mañana nunca habéis intercambiado ni una sola mirada. Sus ojos son las cámaras de seguridad, grabando una media de trescientas veces al día a una turista -la que sea- y no consiguiendo con ello captar quién es o qué ha venido a hacer a esta ciudad. Es con él con quien estás cuando te quedas solo en un bar, y, atendiendo al murmullo colectivo, escuchando de fondo decenas y quizá cientos de voces parloteando a tu alrededor, no captas sino un sonido amorfo compuesto por infinidad de vocablos entrecruzados que para entendernos traducimos como un bla, bla, blah... No tiene nombre ni carnet, no es nadie, ¡no existe! Su esencia es precisamente el formato del DNI, el laberinto de rostros incontables -ideado por un dios burócrata adicto a los pasatiempos- en que andamos perdidos pugnando por un poquito de atención, de una voz familiar, no sé, ni que sea un gemido, algo, aún -¡por favor!- un "me gusta" en alguna red social o una noche acompañado de una desconocida con la que pasártelo bien, notificando una noche de diversión en lo que desde fuera podría parecer pasión pero que no es más que pura formalidad, una secuencia de botones, contraseña del placer.

Dioniso

Desde que llegó a estas calles, túneles y discotecas que ha llegado a conocer como ninguno pero que nunca le resultarán del todo familiar, un sueño se repite tras cada noche sin dormir: ¿qué es lo que has aprendido del idioma de esta ciudad? De la lengua de las máquinas, el alfabeto de los semáforos y los contratos, pues todo ello -los tornos del metro y el alquiler- tiene su propio orden interior, su lógica matemática y aplastante que no consiste en otra cosa que la robotización. Por aquí sí, por aquí no. Ahora puedes y ya no. Y bien, ¿qué es lo que has aprendido de todas estas puertas cerradas a la imaginación? Preguntan Michael Ende y todos sus personajes de ficción. La respuesta pasa por la hospitalización. Explorando -por simple curiosidad- los límites de la realidad, este chamán urbano -que bien podría ser la reencarnación arravalera de Jim Morrison, el de los The Doors- esclaviza su arte ocho horas al día y dedica las noches a despertar, metiéndose rallas sobre la Historia interminable o la caratula de cualquier cedé. Mestizo de la cuadrícula del Eixample y la locura heredada de substancias más antiguas que la razón, trabaja como ilustrador haciendo juegos para Fabebook o la Intranet de BBVA tras un buen desayuno de leche canábica y un porro o dos. Cínico, sin tomarse en serio nada de cuanto le rodea, vive como el equivalente de un parque o un jardín; en mitad de todo el acero, números y órdenes por control remoto del que forma parte como el que más, su voz suena a carnaval. Músico ambulante que no cobra por cantar, pregona la libertad como un místico de la alegría en la puerta de cualquier bar, sin pensar en la resaca que tendrá cuando comience la jornada laboral -cárcel de sus alas siempre deseosas de bailar al son del Raval- mientras disfruta de enamorarse una noche más, una noche cualquiera, de quien sea, pues siendo un triste desencantado -tras morir de amor- uno puede permitirse el lujo de renacer sin conocer ya odio ni amor sino dedicado tan sólo a gozar. Bastardo de Henry Miller, búho de tres ojos, animal nocturno que no ve sino con el corazón. Llorón solitario, alcohólico sin futuro, no tendrá nunca un nombre pero siempre una sonrisa para quien se siente a su lado.