A veces el dolor


No sé ya cuántas hojas he tirado a la papelera, siempre igual. La misma sensación de no conseguir decir nada. ¿Cómo expresar algo que es a todas luces una locura? Si simplemente dijera que un día, cualquiera, se apareció una nueva puerta en mi casa... Así, sin más. ¡Pues bueno, yo qué sé! Podéis pensar lo que queráis, pero el caso es que así fue. Una puerta al final del pasillo, donde antes sólo había pared. Y la atravesé. Sólo le faltaba un cartel que dijera "sólo para locos".

¿Qué me movió a cruzarla? No sé si alguien puede adentrarse en la locura por simple curiosidad, la cuestión es que finalmente así fue. Cuando mi mano tocó el pomo un escalofrío me atravesó el cerebro, esto no puede ser, ¡una habitación imposible! Se suponía que esa habitación no debía caber en el edificio. El espacio tendría que combarse para permitir a esas cuatro paredes colarse entre las grietas de la realidad. Y sin embargo, ahí estaba. Una pequeña biblioteca débilmente iluminada, con el suelo de madera, distinto al del resto de la casa, y llena de libros desde el suelo hasta el techo sin dejar vacío ningún rincón, apretujados, como si ningún tomo pudiera faltar y ahora creo que, de hecho, tampoco cabría allí ni una sola página más.

"Hola", escuché tras de mí. Un hola con voz de piano de juguete y al volverme fue que la vi. Esa niñita rubia de ojos de música, de música triste de caja rota. Me invitaba a tomar asiento, con sus manitas cortadas, ni siquiera me había fijado en la mesa que presidía la habitación. "Soy Alegría", dijo la chiquilla, con una sonrisa menudita y las manos jugueteando, nerviosas, con la tela de su vestido blanco como de gasa. ¿Cómo es que me sentía tan, tan cómodo en presencia de esa niña? "Soy Alegría, y esta es mi biblioteca", continuó, pero yo no miraba ya sus libros sino sus brazos, llenos de cortes. ¿Quién le habría hecho eso? Blancos e inocentes, sus pequeños bracitos parecían como si alguien hubiera pasado un peine por un pastel de nata.

“Son palabras”, respondió mirándose, juguetona, como contestando a mis pensamientos. "Tristeza escribe sobre mí, grabándome en la piel, con sus uñas, tu historia". ¿Cómo puede eso suceder? Me acerqué a ella cautivado por su aspecto frágil, pero, en el fondo, sabiéndome perturbado, ¿qué clase de persona, si no, se pregunta qué tiene una niña escrito en su piel? ¡Hablaba de mí, mi historia, decía! "Pero no te he traído aquí para leer los relatos de Tristeza”, continuó ella; “te he traído aquí para escribir”.

¿Escribir? ¿Yo? Aún estupefacto, tartamudeando, le pregunté qué se suponía que debía escribir. Esto no podía estar pasando, me decía a mí mismo cuando al instante me interrumpió: "¿Quieres escribirme tu recuerdo más feliz? Aquí", dijo, señalando un hoja en blanco en el centro de la mesa, en mitad de la habitación, junto a una pluma que igual podría haber servido para rasgar la candidez de sus cara, escribiendo un relato de terror. Y no sé muy bien por qué, pero, pese a lo increíble de la situación, me senté. Quizá fue su voz, tan cálida, que sin decir nada impidió que me marchara directo al loquero o en busca de la policía. Antes bien surgieron en mi cabeza muchos: ¿cómo? ¿Mi recuerdo más feliz? ¿Por qué? Y ella, acercándose a una estantería, respondió: 

"Si me escribes, tu recuerdo se guardará en mi biblioteca y Tristeza, la vieja cruel, ya nunca podrá corromperlo. ¡Pero debes darte prisa! Sabe que estoy aquí y pronto llamará a tu puerta, y, si no respondes, la derribará en nuestra búsqueda. Debes escribir hasta la última palabra antes de que ponga en tu mano un cuchillo, hilo y aguja para que cortes mi piel, como papel, la hoja de mi bracito en que tu tristeza está escrita, a llantos. Y entonces tus penas desaparecerán, podrás vivir en paz.... ¡Escucha, ahí está!"... Y efectivamente, justo entonces sonaba el timbre. Más fuerte que nunca, como si al ding dong del ahora se sumaran, a modo de eco, el recuerdo de todos las veces que abrí la puerta, en el pasado.

"Tristeza llama a tu puerta, y debes decidir por ti mismo qué hacer. Pero antes hay algo que tienes que saber: si le abres, Tristeza te sobornará. Será fácil decirle sí, prometerá olvidar. ¿O acaso recuerdas haber estado antes aquí? Todos estos libros son hojas en blanco, esperando por ti. Si le abres, si cortas mi piel, tu tristeza desaparecerá y podrás continuar, sin más. Sin tu recuerdo. El mundo y tú olvidaréis aquello que te ha hecho más feliz, consumiéndose en el llanto de la tristeza".

Pero, ¿qué escribir?

Alegría no esperó a que me decidiera e invitándome, empujó hacia mí la hoja en blanco. "Toma", me dijo, tendiéndome la pluma con una de sus manitas, repleta de heridas que desafiaban a la razón. Al verla de cerca comprobé, joder, que la infinidad de cortes que recorrían su piel ciertamente eran palabras, minúsculas palabras, y pese al dolor que debía ser mover un solo músculo aún se le escapó una sonrisilla simpática cuando cogí la pluma, accediendo a escribir.

“Tristeza llegará pronto”, dijo, por último, apenas un instante antes de que la tinta rozara el papel; "pero no tengas prisa, no resumas, no te guardes nada y dalo todo en el papel. Yo lo guardaré aquí, en la Biblioteca de Alegría, donde Tristeza nunca podrá corromper tus recuerdos".

Y entonces empecé a escribir: "a veces, el dolor..."