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Antes de saber si llegaría alguna vez a verte, pensaba en ti como en un cuerpo hecho de letras... Verdana 9, gris sobre blanco, siempre en minúscula y con formato de página pequeña. Llevabas los renglones sin ajustar, extendidos hacia el margen derecho igual que una melena despeinada sobre la almohada.

Pensaba en ti y me decía que casi mejor que nunca nos llegáramos a conocer; que lo nuestro se mantuviera como una historia escrita a base de emails, y ya está. Una correspondencia acerca de nuestros cuentos y poemas, ¡y nada más!

Pues yo siempre te he imaginado rubia, dije un día.

¿Me estás llamando tonta?
En realidad, siempre me han gustado más las morenas.
Entonces, para ti, seré rubia.



Así que si quería conocerte tendría que leer entre líneas... Por ejemplo, supe lo que guardabas en tu nevera antes de que me dijeras el color de tu pelo. Pero tampoco me abriste la puerta de tu nevera tan rápido, claro.

Resulta que tú no sabías qué cenar y yo aposté que podría hacerte un sándgüich rico con lo que sea que tuvieras. Quería darte las instrucciones, paso a paso, para que lo probaras como si lo hubiera preparado yo mismo para ti.

Pero después de un rato preguntando por ingredientes, la única conclusión a la que llegué es que tenías la nevera vacía. Al final decidiste abrir una bolsa de ensalada, una de esas que a mí me saben un poco a plástico y que parecía tu cena favorita.

Si quería conocerte, pensé, tendría que hacerlo a partir de lo que no me contabas. ¿Cómo que tu plato favorito era una ensalada envasada?

Un plato sencillo, tan para una misma que no se lo pondrías a nadie más.



Solía bromear con que había que sacarte las palabras con jeringuilla, así que me decidí a pincharte: ¿y ese cinismo tuyo, a qué se debe?

Estuve cotilleando tu Tuiter, te confesé; Google me lo chivató. Que sepas que escribes muy bien, no dejas de sorprenderme. Se ve que tienes experiencia en el desamor.

Se escribe magia pero se pronuncia casualidad.

Es buena la frase, como todas las demás. Tan fina que me hace sospechar: ¿seguro que no hay nada de lo que te intentes convencer?

Por mucho que nos empeñemos, hay personas que no están destinadas a estar juntas y a mí, esto, siempre me ha parecido un gran alivio.

Pero si seguía tirando del hilo, acababas por responder con otras preguntas... Por qué no hacerse pasar por una pobre desdichada, dijiste, arrepentida de haber dejado ir al hombre de su vida en forma de poema.

¿Por qué no hacerse pasar por una monja, una drogadicta, un hombre de negocios o un violador?

Me gustaba provocarte hasta que llegaba a dudar de si te habías enfadado, pero lo que no esperaba es que entre bromas y confesiones, acabaras mostrando algo de vulnerabilidad:

La próxima vez avisa, que me ponga la coraza.


¿Es que eras tímida? No creo.

La mayor locura que se puede cometer por amor es reincidir.



¿Pero qué impresión tendrías tú de mí? Si te dejabas llevar por lo que escribía en mi blog, eso no era tanto un diario como un vertedero... Es increíble lo que uno se atreve a soltar protegido por el anonimato. Hablaba de la tristeza tras la masturbación, ese momento en que el placer se convierte en soledad; montar en el metro y cruzarte con cientos de personas pero ninguna mirada, esas cosas. Y lo peor es que creía que sólo por escribirlo me convertía en una persona interesante.

A veces también funcionaba para hacer las paces conmigo mismo, como cuando publiqué aquella nota para La Chica del Bus después de haber sido rechazado y quedarme recogiendo mi dignidad del suelo.

Y entonces apareció tu primer comentario: pues yo creo que deberías seguir escribiendo a las chicas del bus, dijiste.

Claro que escribe no es lo mismo que “escríbeme”, ¿pero cómo no iba a hacerlo?

Tampoco podía dejar de mirar el escote de tus poemas.

Quien sea que se escondiera detrás, bueno. Creo que otro de tus tuits expresa mejor que yo lo que pretendo decir:

Sea lo que sea, hazlo como si fuera la primera vez que te vayas a equivocar.



Estaba decidido a saber más sobre ti, así que hice lo único que estaba al alcance de mi mano: contarte de mí tal y como si me hubieras preguntado, cosa que tampoco habías hecho.

Pues mira, te escribía; vivo con dos gatos, Woody y Pulgui. A Woody se le nota que fue callejero, es ágil y capaz de cazar un insecto al vuelo, mientras que Pulgui siempre ha sido doméstico y gordinflón.

Suelen jugar entre ellos, pero hasta el otro día nunca había tenido la oportunidad de ver cómo se relacionaban con un tercero; una amiga mía se marchaba de viaje y llevaba a Mixo con ella en su trasportín.

Mixo todavía es pequeñito, y el pobre no dijo ni miau cuando llegó, pero eso no evitó que Pulgui lo recibiera como una fiera; se apostó delante de la rejilla del trasportín con las orejas hacia atrás y las uñas fuera, mientras Mixo se quedó agazapado hecho una pelota negra, apenas asomando los ojillos.

¿Y Woody? En lugar de alterarse, se dedicó a dar saltos sofá arriba, sofá abajo. Jugando con sus cosas. Ni siquiera parecía prestar atención a Mixo, pero luego caí en la cuenta de algo: tampoco se marchaba del salón, sino que jugaba alrededor del trasportín.

Como diciendo: aquí estoy, ¿ves? no pasa nada...

Ahora me doy cuenta que adopté su misma actitud: te contaba estas cosas y luego, cuando suponía que te habías ido a dormir, dejaba otro email en tu bandeja para que lo encontrases al despertar.

Y así, poco a poco, empecé a adivinar tu horario en la oficina por la regularidad de tus respuestas. Una a las once. Otra a las cinco. Lo que no podía adivinar es que te sentabas a escribirme nada más llegar a casa.


"Poco a poco" es la forma más bonita que tengo para decirme que no sé lo que estoy haciendo.



Por lo demás, respetamos ciertas reglas que nunca llegamos a discutir. Nada de preguntas directas como a qué te dedicas, qué edad tienes o de dónde eres. En cambio, nos proponíamos retos literarios como escoger un personaje del otro y sacarlo bailar.

Yo elegí aquella que me pareció más parecida a ti, aunque no tenía forma de confirmarlo. Esa chica que bailaba neones y pastillas junto a la mejor relación tóxica de su vida: ella misma.

Me moría por impresionarte, como si pudiera atravesar la pantalla y llegar hasta ti. Quería dejarte sin palabras, o si no, provocar que lo leyeras de corrido hasta quedarte sin aire; que se te escapara un jo-der, así, con un espacio en medio.

En cambio, fuiste tú la que me sorprendió cuando me dijiste un día cualquiera: voy al súper, ¿te traigo algo?

Así fue como mi bandeja de entrada se fue llenando de ti... Y tiene gracia que tu nombre empezara por una h, que para ser fiel a tu manía, debía ir siempre minúscula; bastaba con apenas pulsar esa tecla, pequeñita y muda, para que el correo la identificara como la inicial de tu nick e hiciera aparecer páginas y páginas de emails...

Esto me recuerda otro de tus tuits, que siempre me pareció una gran definición de los preliminares:

El mejor afrodisíaco son las ganas.



Una mañana me encontré un email en que me dabas las gracias por la conversación de ayer, pero, ¿qué dije yo para que me agradecieras?

En mi versión de la historia fuiste tú quien me robó una sonrisa después de que me levantara para ir a la cocina y a medio camino, me viera con los ojillos rojos y sin qué había ido a buscar.

Estuvimos hablando hasta las tantas... Hablamos, por fin, de nuestro pasado, de ese tiempo en que fuimos deshechos y fumábamos hierbas prohibidas; del tiempo en que dormíamos en colchones manchados de tragedias pasadas, buscando en la basura y encontrando sólo basura, laberintos minados, mujeres de risa fácil y hombres que rogaban con la mirada desvertirte con premura.

Hablamos de abrazos tibios después de noches obscenas y el feliz convencimiento de vagabundear por el mundo sin creer en nada, de no esperar a nadie, de no.

Pero en nuestra conversación hubo música, hubo silencios tácitos. Hubo hambre. Siento que volvimos a creer, a esperar, a descubrir y descubrirnos. Temerosos primero, ávidos después.

Tengo miedo de otra relación dolorosa, te dije. Y tú, con habitual humor, respondiste lo siguiente:

Tranquilo, puedes estar seguro de que vendrán más relaciones dolorosas.

El amor de tu vida, menuda resignación.



Aunque -o porque- no te había visto nunca, contigo me propuse ser sincero desde el principio... Claro que tampoco iba a decirte desde el principio que también encontré en Google tu dirección real y ni mucho menos te iba a decir que vivíamos en la misma ciudad.

Contigo le cogí el gusto al disimulo. A veces, jugaba a delatarme cuando había bebido de más y luego... Me limitaba a no arrepentirme de lo dicho.

Dame tu teléfono, dije; prometo no llamarte.

Si quiero que salga bien, me aseguro de planificarlo al revés.

Había quedado para salir de fiesta y quería escribirte entre canción y canción...

Supongo que ahora es más o menos cuando te empiezas a sentir intimidada por tanto mensajito, te escribí por sms.

Creo que siempre soy yo quien termina por alejarse antes de que las cosas empeoren. Por mucho tiempo me convencí de que no tenía fuerzas para enamorarme si no es de siete tías distintas al día, en el metro...

No sé cuánto tardaba en escribir esos mensajes, pero sí recuerdo que una chica random me cerró el teléfono con un gesto amable, como diciendo: ¡deja la pantalla y vuelve aquí, a la fiesta! Pero al momento, volvía a la carga otra vez:

¿Sabes? Antes pensaba que las cosas me dolían más a mí que a los demás pero desde que comprendí que no es así, me apetece decir más cosas bonitas.

Quisiera dormirme mientras te beso el cuello, sin cinismo y con ternura.

Al final resulta que te estás haciendo de querer, oye.



Lo que yo nunca supe es que dejabas el móvil en la mesita de noche, para tenerlo a mano y leer mis correos nocturnos antes de continuar durmiendo.

Otra relectura al desayunar.

A veces hasta llegabas tarde a trabajar.

Tenía el nombre de tu calle y número de portal y ninguna forma de reconocerte, como no fuera una 95C de belleza interior.



Si te dejas, me encantaría hacerte aquel sándgüich rico que te debo.

Al final escribí eso en un papel y con él, envolví el regalo que te traje de Berlín. Tenía el viaje planeado y te pregunté: oye, ¿te traigo algo?

Una piedra, respondiste... Y tanto si era irónico como si no, me aferré a ello como excusa para acercarme hasta ti.

Me propuse conseguirte una piedra del Muro, pero lo que queda de él parece estar hecho a prueba de turistas y tuve que contentarme con una que encontré por allí.

Pero, ¿cómo iba a saber si tú también tenías ganas de vernos? ¡Ni que te hubiera preguntado! Llevábamos ya cerca de un año hablando y no habíamos compartido una sola foto...

Mucho cuidado con creer que todo va bien cuando en realidad sólo estamos siendo pacientes.



Cuando un bar organizó un micrófono libre, se me ocurrió que era la forma ideal de que pudieras decidir sobre el terreno. Yo me subiría a leer algunas de esas notas del bus y tú, entre el público, podrías reconocerme sin abandonar tu anonimato. Pero, ay...

Mantener la distancia prudencial deja mucho espacio para el vacío.

Recuerdo el viaje en el metro, sin poder estar sentado ni de pie. Recuerdo la espera y la sensación de: cuando sé lo que quiero, no sé querer nada más.

Recuerdo los tres chupitos de tequila que bebí antes de subirme al escenario, tembloroso de los nervios.

¿Y si no te acercabas a mí?

Dentro de una probabilidad cabe muchísimo vértigo

Todavía no te había visto y ya me sentía enamorado de ti. Claro que, para entonces, entendía que no aparecer no era el único riesgo; podía ser aún peor si aparecías.

O eres decepción o te condenan a expectativa.


Todavía... recuerdo nuestras primeras palabras. Viniste hacia mí y supe de inmediato que eras tú.

Por fa, ¿me das un cigarro y un abrazo?

Me reí y te reíste.

¿La mente en blanco cuenta como pensamiento positivo?

No sé cuánto duró aquel abrazo, pero recuerdo la sensación de haber ganado la lotería... Y podría decir que el mundo entero se detuvo a nuestro alrededor pero lo cierto es que mejor me ahorro describirlo, que no soy poeta.

Cuanto más bonita es la historia más daño nos hará el resumen.


Esa noche salimos de fiesta, como si celebráramos algo... Recuerdo que me caí y me di un buen golpe en el culo, pero todavía no se me había hinchado.

Qué jodido andar por la cuerda floja y que te dé por bailar.

Acabamos en tu casa... Pero los nervios me llevaron tantas veces a pedir en la barra que, bueno.

Se ve que hay que ser muy aburrido para que salga bien a la primera.

¡Cuando por fin había llegado hasta tu cama, me quedé dormido entre nuestros besos!

¿Alguna vez habéis estado en el lugar correcto en el momento adecuado? ¿Y qué tal? ¿Hace frío? ¿Mucha gente? ¿Se come bien?


Recuerdo despertar y pronunciar tu nombre antes de que la conciencia volviera a mí; me giré buscándote, pero ya era de día y no estabas ahí. Debiste haberte marchado a trabajar. Yo ni siquiera recordaba haberme quedado dormido, aunque sí lo que nos dijimos...

Esa mañana paseé por las habitaciones, la cocina, el baño. Me senté en el sofá. Abrí la nevera. Salí al balcón.

Me acordé de una escena de película en que una viuda abraza el armario de su marido. Pero no hice eso, tranquila.

Esta vez fuiste tú quien me había dejado una nota:

¿Sabes? Cuando duermes, sonríes.

De la libreta que dejaste al lado arranqué varias páginas y me dediqué a dejarte notas escondidas por toda la casa: adentro de la nevera, encima de la cama, en un libro. Algunas de ellas tardarías en encontrarlas...








Notas



guardo tus notas en mi cajón de las bragas
no se me ocurrió un lugar mejor
resguardadas de la luz estéril de las mañanas
de las motas de polvo de una calle transitada
del ruido de una lavadora que centrifuga,
de mis ganas de leerlas por las noches
con los ojos cerrados, en susurros, de memoria
tumbada en la misma cama
donde nos hemos contado, recorrido
reconocido.


a pesar de los días,

sigo viendo en tus haches torcidas
tus dedos huesudos y húmedos
palpar con urgencia por debajo de la tela fina
y en el minúsculo punto de una i tensada
un segundo de prisa y preludio
de ropa que sobra y aire que falta
de rincones que aún no nos han visto bailar
de palabras engullidas por jadeos
y cuerpos ahogados en saliva.


fecho las hojas manuscritas

según mi percepción de los días
seis de mayo; un cosquilleo, el humo de un cigarrillo
tardío
cualquier excusa tonta para alargar una noche extinguida
cuatro de julio; una falda corta, un mordisco en el muslo
un disparo mudo en el pecho
quince de hambre ávida
veinte de domingo calmo
treinta y un viajes debajo de tus sábanas rojas
ciento diez gotas de sudor en la espalda.


repaso las tildes, los puntos y las comas
cuidadosamente anotadas para que me detenga
en los espacios en blanco
en el silencio, en la pausa
en el recuerdo del descanso, del descenso
de los temblores que remiten y el pulso que retrocede.
vagabundeo por entre las líneas arqueadas
con la intención de encontrar una nueva imagen
una frase escondida
un nombre distinto
un verbo sin estrenar
y cuando creo haberlo encontrado,
entre los adjetivos y los pronombres
entre tu ausencia y mi evocación,
jugueteo con la yema de los dedos
y desabrocho distraída un botón de mi camisa
y luego otro
y otro
y uno más.





*****



Escribí esto queriendo incluir tantas de nuestras anécdotas y conversaciones, que para poner en orden los detalles elaboré pequeños títulos en papel, uno para cada recuerdo. Luego, recorté los papeles y jugué a reordenarlos como un puzzle sobre la mesa. Esto por aquí, esto por allá...

Desde el principio me sorprendió lo bien que encajan tus tuits en el relato, y sin ellos este texto habría resultado muchísimo más pobre; pero sin ti, sencillamente no existiría.

Pero hubo uno de tus tuits, uno de mis favoritos, que se me quedó fuera y no supe dónde meterlo hasta que llegué al final. Me parece que aquí, es donde encaja a la perfección:


El único inconveniente de pregonar que no esperamos nada de la vida es lo mucho que habrá que disimular cuando pase algo interesante.



Créditos: En cuanto a la autora de los tuits, a la que llamo h, pueden encontrarla en Twitter como hiliando. 

El poema Notas pertenece a ella, claro. Así como Deshechos, cuyos versos me permití el lujo de reintroducir en el relato.