Autorretrato nº 7

Lo que conté de esa noche es que bailé con todas las tías de la discoteca. Que se me fue la mano con las drogas y bailé como sólo los comemierda saben bailar. Y cuando la discoteca cerró, seguí con la fiesta en mi cuarto, follándome solo al Spotify.

Supongo que hice el ridículo, tengo que admitirlo... ¿Pero es esa la única forma de mirarlo?


Cuando llegué a casa todavía esperaba encontrarme con mis amigos despiertos. En algún momento de la noche vi que me habían mandado un sms, que no aguantaban más en pie pero que me lo pasara muy bien y esas cosas que se dicen. Que si seguían vivos cuando llegara, nos veríamos en el salón.

Me pregunto cuánto tiempo pasaron buscándome antes de descartar eso de despedirnos con un abrazo, pero tampoco los culpo por rendirse; en el momento del mensaje a mí todavía me quedaban drogas como para tirarlas por el suelo...

Así que hice el camino de regreso con la idea de continuar la fiesta con ellos, pero cuando atravesé la puerta no encontré más que luz de amanecer y silencio. Una luminosidad blanca y vaporosa inundaba el salón, brillando a través de las cortinas. 

Pensé que de algún modo, casi podía tocar el amanecer con la punta de mis dedos.

Lo que conté a la gente es que estuve bailando a solas en mi habitación hasta las nueve, diez u once de la mañana; variaba la hora según la versión, no sabría explicar por qué. Encendí el ordenador, puse música y, mientras se me bajaba el colocón, me senté a escribir un montón de exageraciones que eran verdad.

Parecía como si todas las canciones hablaran de mí, pero luego encendía un cigarro y no me daba cuenta de estar fumando hasta llegar al sabor asqueroso del filtro.

El gato se dejó ver en el marco de la puerta y me agaché a su lado para acariciarlo, paseando apenas mi tacto electrostático por la punta de sus pelos, para no asustarlo. Pero lo toqué, sé que lo toqué; cerré los ojos con la mano encima de él y cuando volví a abrirlos, lo vi unos metros más allá, mirándome acariciar su silueta en el aire.

Yo saltaba de la silla con cada canción, pero bailaba cada vez más despacito y con los codos pegados a las costillas, como si me recogiera hacia dentro. Extendí los brazos para darme un abrazo a mí mismo, pero el reflejo en el espejo sólo me devolvió un gesto encogido.

Poco a poco empecé a pasar más tiempo sentado que de pie, siguiendo el ritmo desde la silla. Lo bastante mareado como para alegrarme de no haber conseguido ligar. Creo que no habría podido correrme ni aunque quisiera, pero me vacié... De alguna forma me vacié, y lo que salió fue lo más parecido a una carta de amor que había escrito en mi vida adulta.

Entonces llegó la peor parte. En cuanto me tumbé en la cama, supe que me esperaban horas de malestar químico por delante. Todo parecía más sucio, como si mis ojos sólo pudieran enfocar la mugre, las pintura desconchada y las pequeñas grietas, la mala letra de los poemas escritos directamente en la pared. 

Ni siquiera podía ocultarme de la luz, que parecía atravesar mis párpados; la última vez que me miré, tenía las pupilas tan dilatadas que no dejaban ver el color de mis ojos.

Las esquinas de la habitación comenzaron a abandonar su rectitud, y pronto, me vi tratando de mantener las compuertas de mi cabeza cerradas a cualquier pensamiento. Cualquier abertura era dejar paso a lo oscuro y multiforme, un dolor absurdo que no era síntoma de nada en concreto sino que parecía la esencia misma de la existencia, como si estar vivo fuera lo que duele. 

Y así estuve, sudando las sábanas sin más deseo que quedarme dormido e incapaz de pensar en otra cosa que quedarme dormido, hasta que en algún momento mudé de piel... Tal cual os digo, la cogí entre la punta de mis dedos con cara de miedo y asco, separando de mi brazo una especie de plástico, un film azulado que me cubría y que parecía una pegatina rompiéndose a tiras conforme tiraba. Y por mucho sentido que le busque, os aseguro que el momento no encerraba ninguna metáfora; tan solo estaba ahí tirado, arañándome la piel.

Con los ojos rebotando dentro de sus cuencas, abrazado a la almohada y entre gemiditos de caricia maternal, juraría que me quedé dormido en posición fetal.

*****

En cuanto a lo que pasó...

Todo surgió como por azar: llevaba unas semanas chateando con Aina acerca de quemar Barcelona, que era más o menos el tiempo que había pasado desde que lo dejé con mi novia. Que tampoco es que fuera mi novia, pero así se lo explicaba a los demás. Lo que está claro es que habíamos acabado, ella se fue de la ciudad y yo la echaba de menos; sin más, sólo de menos.

Como decía, no teníamos planeado salir... Aina vino a casa sólo por visitar a mi compi de piso, Ricardo, y yo tampoco sabía que Apparat pincharía en la ciudad hasta que salí del curro y me crucé un cartel por casualidad. Así que sin saber muy bien lo que estaba haciendo, me vi llamando a mi colega Antonio mientras Aina convencía a Richi de gastarse el dinero del paro.

Antonio, que en el restaurante donde trabajábamos ostentaba el mote de “El Maricón”, acababa de echarse un ligue que según me decía, pasaba un material con el que se me olvidarían todos los males. 

Apenas un momento después, Antonio estaba metiéndome un trozo de cristal en la boca: “toma, abre” dijo mientras su novio dejaba sobre la mesa medio gramo de más. Nadie se lo había pedido, pero Antonio me convenció diciendo que ya se lo pagaría otro día con una risita que significaba: guiño guiño, sauna gay.

No dudé en ofrecer la primera mitad a los que estábamos en el salón. Incluso Richi y María aceptaron un poquito, lo cual me sorprendió tanto como verlos echar el cristal encima de la pizza para disimular el sabor amargo de la felicidad artificial.

La noche es tuya, me dijo Antonio al despedirse. 

Era una de sus frases favoritas.


Tiene gracia pensar que el viaje en metro fue casi todo el tiempo que llegué a pasar junto a mis amigos. Queda para el recuerdo una foto en el vagón, la única foto de grupo de la noche. Yo evité que saliera mi cara, como siempre, y lo único que podía verse era la manga de mi camisa; la misma con la que aparezco etiquetado en cada fiesta. Total, pensaba yo, las tías que me intento ligar son distintas cada vez.

Era mi camisa de la suerte que nunca me había traído suerte, pero junto a los piercings adecuados me daba cierta seguridad; que tampoco es que me sintiera guapo, pero me hacía creer que encajaba en el catálogo de personajes de la ciudad. Y si necesitaba un empujoncito extra, para eso llevaba el medio gramo de más.

En la foto, sostenía orgulloso en mi mano una piruleta de corazón.


Llegamos de los primeros a la discoteca. Era la primera vez que encontrábamos la sala Apolo casi vacía y fue como si el lugar nos recibiera con toda su magia intacta... Entre los palcos, las lámparas colgantes y el terciopelo rojo en las paredes, la decoración recordaba justo lo que pretendía: un teatro.

A mí no se me ocurrió otra cosa que abrir los brazos y ponerme a dar vueltas, tal y como haría un niño feliz. 

De los palcos asomaban algunas caras que dejaba atrás por el rabillo del ojo, mientras pretendía moverme como si nadie mirase. Como si no deseara que alguna chica se fijara en mí desde allí arriba y que más tarde se me acercase entre la multitud para decirme: tu cara me suena.

No sería una frase muy original, pero a mí me habría bastado.

De la pirotecnia de luces que estallaría más tarde sólo dos focos solitarios danzaban en la pista, mientras algunos grupitos charlaban junto a las paredes. Mis colegas decidieron empezar con la fiesta en la sala de al lado, pero yo estaba ya lo bastante colocado como para bailar a solas.

La sensación producida por las drogas era genial, claro; una felicidad  plena y tan fácil como pulsar un botón, pagar unos cuantos pavos y por unas horas sentir oleadas de puro calorcillo en el pecho que durante el subidón, desaparece fugazmente entre sudores, nerviosismo y piel de gallina. Tan potente como para que una vez alcanzada una fase de meseta no puedas parar de bailar. A nadie le hace falta preguntarte de qué vas; la tensión se traslada a las mandíbulas y más que reír, te chirrían los dientes.

No tardé en localizar el encuadre más atractivo a la vista: una chica que parecía estar bailando ballet. Incluso llevaba puesto un tutú, y cada vez que giraba dejaba ver un pequeño porcentaje de su culo prieto; era poco, pero suficiente para imaginar su tacto de nylon. Suficiente para desprender tanto amor propio como yo hubiera querido aparentar.

Así que me acerqué a ella. Me prometí ahorrarme cualquier frase que hubiera usado antes como “si no estuviera enamorado, esta noche haría lo imposible por ligarte”. Decidí que mantendría la boquita, para no interrumpir el flujo del baile, y me acerqué bailando; incluso me puse a imitar sus pliés, di varias vueltas y aterricé con un salto.

Pero en cuanto me vio venir, me giró la cara y siguió bailando sin mirar en mi dirección... 

Entonces sucedió lo inesperado, y digo “sucedió” porque yo también era un espectador; le di dos toquecitos en la espalda y me pregunté si ella también notaría que me temblaba la mano. Se dio la vuelta y caí en la cuenta de que no tenía ningún plan; para entonces ya me temblaba todo el cuerpo. No se me ocurrió otra cosa que arrodillarme ahí mismo...

Hinqué una rodilla, deslicé mis dedos alrededor de su mano y la miré a esa carita suya sin decir nada. Tampoco tenía palabras, pero en mi cabeza el diálogo estaba claro: “te estoy pidiendo permiso antes de mancharte de babas”.

... Lo que contaría días después es que mi forma de ligar no es hacerme el interesante sino el tonto.  Que viendo la manera en que liga la gente, me alegro de no saber ligar. Esos clichés, ya sabes, ¿pero quién se iba a creer eso? 

Si para abrirle las piernas y su conversación post coital hubiera tenido que tirarme por las escaleras, me habría lanzado de cabeza y con mi piruleta de corazón.


En fin, me había prometido que no volvería a pasarme con las drogas pero ya era demasiado tarde: estaba escondido en el baño y los ojos me rebotaban dentro de sus cuencas. Tenía que cerrar un ojo para ser capaz de enfocar la vista, abrir la bolsita de pica pica y rebuscar el cristal más grande sin tirar el resto por el suelo -y no sé a ustedes, pero a mí me hizo gracia darme cuenta que una sustancia capaz de darte Ganas De Todo se disolvía apenas caía en el meado alrededor del váter.

Y así, entre viaje y viaje al baño, la sala se fue llenando...


Vi a una pareja de chicas y no pude evitar levantar ambos pulgares en señal de aprobación. Se parecían tanto entre ellas que podrían haber sido gemelas, pero también llevaban un vestido del mismo color y zapatos del mismo estilo; debajo del mismo peinado, apuesto que escondían un cráneo de dimensiones similares. Era ese tipo de parejas que te hacen dudar si se aman la una a la otra o su reflejo en el espejo, ¿sabes?

“Hacéis la pareja perfecta”, dije, y ellas sonrieron asimétricas entre agradecidas y queriendo escapar de la situación.


Todavía me encontré con mis amigos una última vez, y me acerqué a contarles mis ocurrencias como quien comparte un estudio antropológico. Casi gritándole en la oreja, le conté a Aina un rollo acerca del Detective Privado, ese tipo con gafas de sol que parecía andar buscando a alguien; le señalé al clásico Crupier, a la Anguila Eléctrica y al Zombie Feliz, y también quería contarle del Chamán que bailaba con los ojos cerrados y los brazos como invocando a la lluvia, no sé de quién más... Pero o bien se me había olvidado hablar, o las únicas frases que parecían tener el poder de atravesar el ruido eran: no te escucho, lo siento, la música está muy alta.

Pero si yo pertenecía a algún grupo era sin duda el de Los Saltarines, así que me fui a dar vueltas por la sala. Cuando me drogaba, cogí la costumbre de mirar mis manos como un referente y no paré de dar viajes al baño hasta que dejé de sentir mi propio peso corporal.

Conforme el espacio entre la gente se estrechaba era cada vez más fácil perderse entre la multitud... Y tal vez por eso es que me alejé del grupo de mis amigos, como si aquel anonimato me permitiera participar en el laboratorio donde probarnos otras máscaras.

No había visto colores tan vibrantes desde que estaba saltando en el parque de bolas, mientras yo rebotaba alegremente como en un pinball. Disparado de rechazo en rechazo.

Todo parecía más real que lo real y al mismo tiempo un espejismo.

Cuando me vi a solas frente al espejo de los lavabos me dio por hacer muecas. 

Y apenas un momento después, estaba dando saltos delante del dj como si me hubiera atraído la multitud hasta allí delante. Así me vi soportando empujones y sin mucho espacio para botar mi pelota imaginaria.

Fue ahí delante donde vi pasar una chica como quien ve pasar un tornado, abriéndose paso donde yo sólo conseguía chocarme; una chica negra preciosa que os lo juro, me miró a los ojos y gritó: ¡guapo!... guapo guapo guapo -así sin comas ni darme tiempo a reaccionar.

Me acarició la cara como si quisiera llevarse algo de mí entre sus dedos, y como una fuerza de la naturaleza, pasó de largo.

Fue como si por un momento algo tuviera sentido en este putomundo.

Por lo demás, ni siquiera puedo acordarme de la música que sonaba. Creo que más que bailar, vibraba al son de un eco primordial y bla bla blah...


“De qué vas”, me preguntó alguien de repente; una puretona se me acerca y yo lo primero que soy capaz de pensar es: ¿qué he hecho ahora? ¿tanto la estoy liando?

Quería que la invitara, claro. Y como sólo sé complacer, antes de darme cuenta ya se habían acoplado su amiga y otro tipo de acento francés; abrí la bolsita de Peta Zetas, mojamos la huella dactilar y nos chupamos el dedo con cara de masticar un limón.

La pureta dijo que no me cogería mucho, que no era plan de sangrar a alguien tan tierno como yo; su amiga dijo que gracias y el francés me preguntó si soy gay.

No sé cómo sucedió, pero de pronto la pureta estaba enseñándome sus tatuajes. Se inclinó hacia delante y la ropa le venía tan apretada que parecía a punto de explotar; apuesto a que disfrutaba con la atención. Las palabras salieron de mi boca por sí solas:

Qué tal si vamos al baño tú y yo... pongo un poco de Cristal en mi lengua... ¿y lo coges con un beso? 

Y aunque yo fui el primero que se sorprendió de escucharse, me sonó a frase ensayada.

No, yo no soy de esas . Te has equivocado- dijo ella moviendo la cabeza de lado a lado y haciendo un sonidito con la lengua-: no no.

Por lo que es de suponer que yo sí que era de esos, aunque nunca me habría creído capaz.

Apenas un rato después me la topé liándose con otro, con sus caras tan separadas como lo permitían sus lenguas enroscadas en el aire. No dejé pasar la oportunidad de hacer el ridículo una vez más, situándome donde ella pudiera verme y señalándome el pecho con el dedo índice: ¡conmigo, conmigo...! Pude ver sus ojos mirándome mientras se enrollaban.

Entonces se me acercó el francés otra vez, preguntándome si quería con él.

Otra pareja perfecta.


¿Y si me había convertido en otro Zombie Feliz? Deambulaba por la pista como si estuviera poco habituado a los suelos planos... Aparecía en los sitios sin saber muy bien lo que me había empujado hasta allí.

A veces, las oleadas de calorcillo en el pecho se desvanecían y  los sudores se volvían escalofríos. Los pies se me quedaban pegados al suelo mientras la cabeza caía fuera del eje de gravedad, como un tentetieso a punto de caerse. A menudo tenía que pedir perdón.

Podía verme en sus reacciones... Las tías me giraban la cara como si me arrastrara con la mandíbula desencajada.

Pero os lo aseguro, y esto que quiero que quede claro: yo sé lo que es sufrir bullying desde párvulo... No se me pasaría por la cabeza burlarme de nadie. Molestar, ser un pesado. No no...

Yo no marginé a nadie. Por mi parte, no se puede decir que dejé de lado a las feas; no fui yo el que dijo “esa no, que tiene cara de caballo y nariz de loro”. 

Esas son las que más me ponen.

Quiero dar gracias desde aquí a las urracas a las que le ha llovido encima. Gracias a las raritas, a las pelirosas y a las peliverdes, gracias a las punkis que treparon sobre mi ineptitud social para asomarse a mi mundo interior.

Supongo que así se entiende que me abalanzara sobre la más pasada de rosca, esa que se reía y pataleaba como una posesa y con los ojos vueltos en blanco.

Pensé que me entendería mejor que nadie.

Puse mis palmas ante ella como haría un mimo ante un muro invisible, despacio: primero una, “no te preocupes”; y luego la otra, “yo me quedo a este lado”.

“Esta es tu burbuja de espacio personal, podemos bailar sin que tengas miedo de que te agarre el culo”.

Todavía no sé si me ignoró a propósito o no me vio. Se puso a saltar y patalear, y yo me dejé golpear por su onda expansiva; ella agitaba sus brazos cagándose en todo y yo maldecía la misma herida universal. Por mí, habríamos acabado mejilla con mejilla y untados en alguna porquería pegajosa del Mercadona...

Pero cuando abrió los ojos, por poco no le dieron vueltas dentro de sus cuencas. Yo no sé a quién vio pero se llevó las manos a la cabeza mientras apretaba los dientes, ¡incluso corrió a esconderse detrás de sus amigos! 

Aquello encendió mis ganas de venganza.

¿Qué había hecho para molestarla tanto? ¡Yo puse mis manos donde pudiera verlas!

Pero qué iba a hacerle, tampoco iba a llamarla con el nombre de cierto animal. Yo no soy ese... Yo comencé un Pilla Pilla, dando saltos para que pudiera verme tirándole besos.

Ojalá hubiera tenido una forma de decirle: esto es todo lo violento que soy, ¿no ves? 

Pero en su lugar, se me escapó una risotada como si quisiera convencer al público de que me estaba divirtiendo. Ella se tapó los oídos y soltó un grito que me rompió la piruleta...

Supongo que bailábamos a distinto ritmo. O no sé. Podría ser que todos los feos se me parecen y me confundió con otro.

Siguiente.


Cuando vi un grupito dándole patadas a una lata aplastada, aquello me enterneció tanto como viajar en el tiempo. Aunque pasaran los años, el sonido de cómo se arrastraba por el suelo me sonó igual que en el patio del colegio. Estoy seguro de que si mi madre me hubiera podido ver en ese momento, me vería igual que al niño al que miraba desde la verja.

Como dentro de un sueño donde podía redimirme, me acerqué a darle patadas yo también. Y diría que... Que no quería molestar, así que por eso me quedé a un lado.

Pero la verdad es que yo era al que elegían el último... ¡A mí no me la pasaban!

Toqué la lata un poco, pero pronto me cansé de que no me la pasaran y me largué con mi pelota imaginaria a otra parte.


¿Cuántas parejas perfectas podía cruzarme sin repetirme? Se me pasó por la cabeza que igual estaba metiendo la pata, pero tampoco es que pudiera controlarme. 

Parecía dispuesto a escenificar una y otra vez la herida elemental del rechazo.

Los rasgos de las caras se difuminaban y una chica a la que levanté el pulgar en señal de aprobación me respondió con un “qué”, y parecía tono cortante. No supe cómo reaccionar y se me quedó mirando, preguntándome otra vez. Como si quisiera escuchar que lo siento, que igual no tengo gracia y todavía no m'enterao.


Y así seguí, dando vueltas y vueltas...

Hasta que al fin, en algún momento entre lo inane y la explosión, terminó la fiesta y las luces se encendieron, permitiéndonos admirar toda la mierda que habíamos dejado en el suelo del recreo.

Aplaudí, grité, silbé, salté y en fin, me dirigí hacia la calle tan solo como había llegado.

*****

Perdona... ¿Me daríais un cigarro, por fa? Pregunté al par de chicas que venían detrás en la fila de salida, y con el tono de pedir me salió una voz infantil.

Hacía frío como sólo hace frío al salir de una discoteca; quien ha estado ahí, lo sabe.

La boca del metro estaba a escasos metros de la salida. En lo que duró el cigarro puse el oído por si escuchaba hablar de algún after, pero ninguno de los que andaban detrás de las tías diciéndole de continuar la fiesta iba a acercarse hasta mí. Total, tampoco es que me quedara cuerpo. Así que tiré el cigarro y bajé las escaleras del metro.


En el pasillo me encontré con el bamboleo de un culo que parecía el sentido de la vida, el motivo primigenio que guía nuestros pasos, pero estaba cansado incluso para correr detrás de un culo.

En cuanto llegué al andén, me senté en el suelo con las piernas cruzadas y me dediqué tan solo a respirar.

“Mira, mira ese niño qué felicidad lleva en el cuerpo”... ¿Era posible que una mujer hablara de mí? Ya me pareció guapa incluso antes de verla.

No encontré la energía para responder, pero miré por el rabillo del ojo y así era; había tres amigas y una de ellas parecía señalarme... 

Yo no me levanté hasta que llegó el metro, pero cuando me puse en pie vi que parecía ser la única que iba en otra dirección. Nunca más nos volveríamos a ver, ahora o nunca, etc.
Oye, ¿puedo darte un abrazo?
Claro, dijo ella.

Yo giré la cabeza hacia la derecha, para unirnos corazón con corazón. Yo sólo pensaba gracias gracias y diría que tanto ella como yo, suspiramos como si echáramos del cuerpo todo lo que no es amor.


Ya sentado en el vagón, me encontré en frente con una chica que parecía descompuesta; podría haber sido la dueña del culo de hace un momento o cualquier otra. Por mí, podría haberme quedado admirando el cielo de su boca como si fueran mis vistas favoritas de la ciudad, pero alguien abrió la boca y eso me devolvió a la realidad.

¿Habéis visto qué tía? Era un chaval varios asientos más allá, junto a sus colegas.

¿Estás bien? Le pregunté, pero ella no reaccionó y yo comencé a impacientarme, porque podía haberse quedado dormida o algo peor; para colmo, nos acercábamos a la estación de mi trasbordo y no sabía qué hacer... Y no se levantó hasta que escuchó por megafonía que llegaba a su estación. De pronto, se puso en pie y se dirigió hasta la puerta arreglándose la falda.

También era mi parada, así que me puse en pie y ya a su lado le pregunté otra vez: oye, ¿estás bien?

Ahora sí, dijo, y en cuanto las puertas se abrieron echó a andar más rápido que yo. Ni siquiera me había mirado a la cara, pero continué mi camino con la sonrisilla de quien ya no espera nada.

Llegué a mi andén y eché a caminar hasta el fondo, como hacía siempre. Como si no se me notara que miraba  por el rabillo del ojo, por si acaso era una de las que esperaba sentadas. Como si a estas alturas de la noche fuera capaz de reconocerla aún pasando por su lado...

Llegué hasta el final y no estaba, o eso me pareció. No había calculado que quedaba un asiento tras la máquina de refrescos. Tampoco sé si era  ella o cualquier otra, pero estaba leyendo y al verme se le escapó una sonrisa.
Hola.
Hola.

Y conste que el primer hola fue de ella.


Me senté a su lado, intrigado por averiguar qué clase de persona lee de vuelta de la discoteca.
¿Por qué no te sientas más cerca? No te voy a hacer nada -dijo señalando el medio metro que mi timidez había dejado en medio.
¿Qué estás leyendo?
Porno, ¿lo conoces?
¿El del tío que escribió Trainspotting?
¡Sí! Me has sorprendido, este libro no es tan conocido.
Bueno... En realidad no lo he leído, pero recuerdo verlo entre las obras del autor en la Wikipedia.
¿Y qué lees tú?
Últimamente no leo mucho... Aunque antes sí que leía mucho.
¿Qué ha sido lo último que leíste?
Unos cómics que se llaman Odio, ¿lo conoces?
Bah, es muy típico. No me gusta, dijo... Y noté el mismo desdén que yo solía tener por esas obras secretas que de pronto podían leerse gratis en el sofá de la Fnac.
Bueno, tampoco es Dostoievski pero...
¿Y qué te ha parecido la fiesta? ¿Vienes de la Apolo, verdad?
Era la primera chica que me hacía preguntas, y yo no podía creerme que tuviera ganas de seguir hablando conmigo.
Le conté que ya conocía a Apparat, que lo había escuchado muchas veces en mi cuarto. Lo que no le dije, claro, es que apenas podía recordar lo que acababa de pinchar. 
Yo ya lo había visto en otra ocasión, y al decir eso me pareció que se estaba haciendo la entendida.
Oye, ¿tienes un boli por ahí? ¿O un rotulador? Le pregunté.
Sí, creo que sí, y empezó a buscar en su bolso.
Me vale cualquier cosa.
Me parece que tengo un rotulador por aquí...
Un rotulador será mejor.
¿Qué vas a hacer con él?
¿Te puedo pintar?
Definitivamente no.
Sólo será un poema.
No.
¿Es que eres feliz así? Le pregunté.
¡No! 
Y por el énfasis en su respuesta, pensé que tal vez podíamos llegar a entendernos... Pero entonces llegó el metro, subimos al vagón y ocupamos asientos opuestos.


Ella no me miraba y yo, saqué un chicle. No sabía cómo atraer su atención y me quedé mirándola, mascando chicle como si quisiera comérmela a ella.

Mi mandíbula debía cerrarse igual que un cepo y cada estación parecía una cuenta atrás.

¿Nos bajaríamos en la misma parada o sería demasiada casualidad?

Cuando vi que se puso en pie y echaba a caminar hacia el vagón de al lado, me convencí de que ya no tenía nada que hacer...

Aún así, me puse en pie y comencé a caminar, como si renaciera a cada paso. Hasta que me agarré a una barra y me quedé allí. Observando.

¿Alguien tiene una puntita de keta? Preguntó una ravera por ahí.
Ojalá, dijo un chaval que parecía del grupo.
¿Pero ustedes no sabéis que las drogas son malas? Dijo otro.
Ojalá, dijo Porno cuando le tocó el turno en el interrogatorio.

Y cuando llegó el mío, no dejó de mirarme hasta que negué moviendo la cabeza de lado a lado.


Nadie más dijo nada. No sabía qué pretendía cuando eché a andar detrás de ella, así me quedé allí de pie. Sujetándome con ambos brazos a la barra. Incapaz de generar un solo pensamiento. 

Y así estuve hasta que llegamos a mi estación.

Bajé de un salto y ya en el andén, volví mi vista atrás. Quería comprobar si ella también venía, pero nadie me miraba.

Toc toc, golpeé en la ventana del vagón.

Entonces pegué mis labios al cristal, como dándole un beso a su reflejo.

Todavía me dio tiempo a ver cómo volaba un codazo, avisando al de al lado de las risas; uno levantó su culo del asiento agarrándose la barriga y otro golpeaba su muslo con la mano.


Luego se cerraron las puertas y el metro continuó con su rutina, y con el reflejo fue como si se marcharan todas a la vez.


Por un momento dudé de si dejad pegado el chicle en la ventana, pero aquello me pareció excesivo para una sola noche.