Autorretrato nº 7



Lo que conté de esa noche es que bailé con todas las tías de la discoteca. Que se me fue la mano con las drogas y bailé como sólo los comemierda saben bailar y cuando la discoteca cerró, seguí con la fiesta en mi cuarto, follándome sólo al Spotify... ¿Pero no hice solo el ridículo, verdad?

Entré por la puerta de casa esperando encontrarme con mis amigos despiertos. Me habían escrito un mensaje al móvil hacía unas horas, que no aguantaban más en pie pero que me lo pasara muy bien y esas cosas que se dicen, ya sabes. Que si seguían despiertos cuando llegase nos encontraríamos en el salón, pero en el salón no había más que luz de amanecer y silencio. Una luminosidad blanca y vaporosa que brillaba a través de las cortinas; pensé que de algún modo, casi podía tocar el amanecer con la punta de mis dedos. De camino a mi habitación comprobé que el bulto de mantas y contornos difuminados que parecía respirar sobre la cama de Ricardo eran de veras Aina y Ricardo; María y ellos volvieron para casa mientras a mí aún me quedaban drogas para tirarlas por el suelo encerrado tras la puerta del baño, por lo que descartaron la posibilidad de despedirnos con un abrazo y se decidieron por el sms. Lo que conté a la gente es que estuve bailando a solas en mi habitación hasta las nueve, diez u once de la mañana; variaba la hora según la versión, no sabría explicar por qué. Encendí el ordenador, puse música y mientras se me bajaba el colocón, me senté a escribir un email repleto de exageraciones que eran verdad, saltando de la silla entre párrafo y párrafo y durante los primeros segundos, todas las canciones eran mi canción favorita. Al menos, hasta que me olvidaba de lo que estaba sonando. El gato se dejó ver a través del marco de la puerta y me agaché a su lado para acariciarlo, paseando apenas mi tacto electrostático por la punta de sus pelos, para no asustarlo; pero lo toqué, vaya, lo toqué como se tocan las cosas drogado, igual que era capaz de escuchar música detrás del frigorífico, adonde sólo podía sonar el ruido del motor. Me fumaba los cigarros de una calada; sólo era consciente de la primera y la última calada, cuando me quemaba los labios. Así que cerré los ojos con la mano sobre el lomo del gato y cuando volví a abrirlos, me lo encontré unos metros más allá, mirándome de acariciar el aire. Bailaba cada vez más despacito y con los codos pegados a las costillas, como si me recogiera en mí mismo; en un momento dado extendí los brazos para rodearme con ellos, lo que frente al espejo no parecía tanto un abrazo como un gesto encogido. Seguía el ritmo de la música desde la silla, lo bastante mareado para alegrarme de no haber traído a nadie a casa y después de darle al botón enviar, con las esquinas de la habitación abandonando su rectitud, decidí tumbarme en la cama. Y después de esas horas de malestar químico en que no podía quedarme dormido ni pensar en otra cosa que quedarme dormido (consciente de que pensar constantemente en quedarse dormido es la peor forma de conseguirlo) porque abrir las puertas de mi cabeza a cualquier otro pensamiento era dejar paso a lo oscuro y multiforme, un dolor absurdo que es síntoma de nada en concreto, sino que aparece como la esencia misma de la existencia, como si fuera la vida lo que doliera, mantener los ojos abiertos y recibir el sol en las pupilas, unos pupilones que eclipsaban todo el iris, ¿será esto lo que sienten los locos? Tras quitarme de encima una segunda piel de color azul semi transparente, sin que esto encierre ningún significado metafórico, temblándome los ojos, abrazado a la almohada y entre gemiditos de caricia maternal, aseguraría que me quedé dormido en posición fetal.

Creo que en la discoteca debí de parecer poco habituado a los suelos planos; la sensación producida por las drogas era genial, claro. Por no decir lo típico, que se trata de una felicidad totalmente plena, tan fácil como pulsar un botón y llamar a un camello, pagarle 25 pavos por medio gramo y por unas horas sentir oleadas de puro calorcillo en el pecho que durante el subidón desaparece a veces fugazmente entre sudores, nerviosismo y piel de gallina. Lo suficientemente potente como para que una vez alcanzada una fase de meseta sencillamente no puedas parar de bailar. A nadie le hace falta preguntarte de qué vas; la tensión se traslada a las mandíbulas y más que reír, te chirrían los dientes. Frente al espejo, cuando nadie me ve, me da por hacer muecas.
Acababa de dejarlo con mi novia, junto a la que no me atrevía a decir en voz alta eso de novia pero así se lo explicaba a los demás; lo que está claro es que habíamos acabado, ella se marchó de la ciudad y yo la echaba de menos, sin más, sólo de menos. Tampoco sé expresarlo mejor, me quedo con que querer irse a la mierda también desvela una gran profundidad interior y allí, en la sala Apolo, con sus palcos, lámparas colgantes y terciopelo rojo en las paredes de camino a baño, toda la decoración me recordaba teatreramente justo lo que pretendía: un teatro. Al modo en que la escenografía evoca una imagen con cartones y mi cara, la de un personaje de dibujos animados. Un lugar como otro cualquiera para meter la cabeza en el váter y vomitarse a uno mismo. En cuanto a mi papel...
Podía verme en sus reacciones.
Llegué de los primeros. De la pirotecnia de luces que estallaría más tarde sólo dos focos de esos para iluminar a los artistas danzaban en la pista. Todavía se podía ver el suelo. En mi cabeza se ha formado la imagen de una botella verde de cerveza en la mano de un grupo que charlaba junto a la pared. Me separé muy pronto de mis colegas, que empezaron la fiesta en la sala de al lado. Del viaje en metro -casi todo el tiempo que llegamos a pasar juntos- queda en Facebook una foto mía con la misma camisa que llevo a todas las fiestas, con la excusa de que las tías que me intento ligar son diferentes cada vez; como siempre, evité que saliera mi cara. Sólo puede verse la manga de la camisa y mi mano y al final de los dedos -con las letras I R S E pintadas en los nudillos con boli bic azul- una piruleta de corazón. Dado el poco tiempo que le dedico a las redes sociales, tardé mucho en descubrir que aparecía etiquetado en todas las fiestas con la misma camisa de cuadros, mi camisa de la suerte que nunca me había traído suerte y que junto a los complementos adecuados -entre los que se incluye la droga de moda- me conferían esa típica seguridad en uno mismo que no se debe exactamente a un sentirse guapo, sino a saberse sacado de un catálogo de gente típica que te puedes encontrar en un sitio así. Aún podía palparse a la magia que los lugares públicos corren a esconder en cuanto llega la gente y que por lo demás, es tan tópica que está al alcance de cualquiera. Sólo un par de amigas bailaban. De los palcos asomaban algunas caras que dejaba atrás por el rabillo del ojo y que en mi cabeza se sucedían como pensamientos fugaces: “ojalá alguna chica se fije en mí desde allí arriba y unas horas después, se me acerque entre la multitud y espontánea y totalmente predecible me diga: tu cara me suena”. Pude darme cuenta de que nadie me estaba mirando mientras mantenía localizado en todo momento el encuadre visual más atractivo a la vista, lo que incluye necesariamente, al menos, un pequeño y lejano porcentaje del cuerpo de una mujer. No es sólo que me enamore unas siete veces al día, es que puedo medir mi felicidad según cuántas veces me enamore en un viaje en el metro; claro que nadie se traga nunca que hable de amor, al menos de un amor diferente del amor cuando te drogas, que amas a todo el mundo. Hablo de esa clase de atracción por la que uno le dice al de al lado: me entregaría a ella en el acto y si el trato para abrirle las piernas y su conversación post coital fuera saltar por las escaleras, aceptaría. Si supiera que así vendría a mí... Lo juro. Me posee la necesidad esclavizadora de bailar mejilla a mejilla con la Perfección, puesto para el que una noche como esta me valdría cualquiera, la primera que parezca dispuesta a dejarme probar hasta dar con una postura desde la que admirar el cielo de su boca y declararlo mis vistas favoritas de la ciudad. Chuparle de sus labios a besos después de correrse el sabor de un mundo sin dolor y sonreír, mientras el cielo celestea y alguno de los dos llega tarde a trabajar. La verdad, la única vez en que me acosté con una chica que no me gustaba me desperté sintiéndome más solo que si me hubiera acostado a solas. 
Me acerqué al par de amigas que bailaban. Una de ellas llevaba un tutú blanco y dejaba ver que sabía bailar ballet bajo el tutú, un pequeño porcentaje de su culo prieto de tacto nylon, un culo que desprendía tanto amor propio como yo hubiera querido ser capaz de aparentar, con la intención de resultar atractivo al estilo de quienes no parecen preocupados por causar ninguna impresión. Lo que sucedió era lo de esperar: me giró la cara y yo me quedé allí, aún sin lograr explicarme qué había fallado en mi plan de acercarme a ella sin abrir la boca, para no cagarla. Ahorrándome cualquier frase del palo “si no estuviera enamorado, esta noche haría lo imposible por ligarte”. Para no interrumpirla ni romper el encanto. No creo que fuera sido muy distinto si le hubiera dicho mira, mírame. Esforzándome por gustar. Mendigando amor, un poquito de cariño o simplemente sexo. Pero mírame, joder. Venga ya, mírame y dime, ¿por qué todo esto es tan repugnante?
Así que intenté besarle la mano. Me giró la cara, yo le pinché la espalda a la altura del omóplato con mi dedo índice, una vez, y cuando se volvió otra vez me arrodillé para besarle la mano mientras mantenía el siguiente diálogo sin respuesta en mi cabeza.
Si quieres que te traten como una princesa, yo puedo mancharte de babas.
Lo que conté a mis colegas o compañeros del curro es que mi forma de ligar no es hacerme el interesante sino el tonto, que yo salgo para divertirme. Ese tipo de cosas. Que viendo de qué manera liga la gente, me alegro de no saber ligar. Les conté que al principio de la noche, me topé con una bailarina de ballet y me puse a imitar sus pliés, como si no quisiera gustarle, caerle bien o follármela mirando esa carita suya que no reconocería cinco minutos después, porque drogado no sé ni la cara que llevo yo, como para fijarme en nadie más. Supongo que quería vengarme de ella y sólo conseguí quedar en ridículo, más parecido a una marioneta con la mitad de las cuerdas rotas que a un bailarín con mallas. Y si hubiera tenido otra piruleta de corazón a mano, también la habría tirado conmigo por las escaleras.

Por la tarde, mientras planeábamos la salida, llamé a mi camello para pillar medio gramo de m y acabé por pillarle uno entero. Todo surgió como por azar: Aina y yo llevábamos semanas chateando vía Facebook acerca de quemar Barcelona; Antonio, que en el restaurante donde trabajábamos ostentaba el mote de obligatoria presencia en todos los curros: El maricón, acababa de echarse un ligue que según me decía, pasaba con el que se me olvidarían todos los males de amoríos. “La noche es tuya”, decía. Era viernes, Aina vino a casa a visitar a Ricardo, que era su amigo y quien nos presentó hacía unos meses. A la vuelta del curro me crucé con el cartel de un Dj famoso y un rato después, Aina se encargaba de convencer a Richi de gastarse el dinero del paro en pagar la entrada; mientras, Antonio me metía un trozo de cristal en la boca (toma, abre) y su novio -del que María diría que vaya carita que llevaba- dejaba medio gramo de más sobre la mesita del salón; para la próxima, dijo. Antonio añadió que ya se lo pagaría otro día con una risita que significaba: entradas para sauna gay; y yo, con cara de estar masticando un limón, concluí el negocio con un “llevaba meses deseando tener guardada una bombeta en la mesita de noche”. Así que la parejita se fue y ofrecí la primera mitad a los que estábamos en el salón; Richi y María aceptaron un poquito, lo cual casi me pilló más por sorpresa que verlos echándose el cristal en la pizza, para así evitar el sabor amargo de la felicidad artificial, y me llevé a la fiesta la segunda mitad, que según mis cálculos debía de sobrar pero si me lo llevé fue por algo y entre viaje y viaje al baño, la sala fue llenando. El espacio entre la gente se volvió apretado y a solas con la música, sentía que me sobraba amor para repartir entre toda la discoteca y aún me sobraría para China entera. Un amor del que casi me aburre hablar, como me aburre hablar de las drogas cuantitativamente, en calidad del cebollón producto de ingestas masivas de mdma tras la puerta del baño con uno de los ojos cerrados para así enfocar la vista y no tirarlo todo por el suelo, del tembleque que llevaba, preguntándome si podría disolverse en el meado esta sustancia capaz de producirme ganas-de-todo y que por lo demás, es como cualquier droga; que en cuanto se convierte en el pilar de la conversación, deja de parecerme divertida. Unas ganas-de-todo que me derretían la mirada y hacían vibrar al compás de un eco que era eco de todos los tambores de la historia, empezando a contar desde antes de la notación musical y bla, bla, blah... 
Una puretona rubia de bote que parecía sacarme veinte años y llevar de fiesta desde antes de mi nacimiento,  se me acercó y dijo, ¿de qué vas? Salimos afuera con una amiga suya con cara de triste y un francés a echar un cigarro y sentados en un escalón, ensalivamos los dedos índice o corazón y dejando en el montoncito de cristal machacado nuestra huella dactilar, untamos nuestras yemas de ganas-de-todo para chupárnosla sin dejar nada entre los surcos de la piel. La puretona dijo que no me cogería mucho, que no era plan de sangrar a una persona tan tierna como yo; su amiga dijo que gracias y el otro, el francés, que si mi amigo era gay. Terminamos de fumar, con esa sensación de estar compartiendo nuestra intimidad a cada palabra producida por la ingesta de drogas, demasiado centrados en mi juventud como para dejarme posibilidades, sin despegar nuestra vista del contenido guardado en pequeño trocito de plástico de bolsa de supermecado, y volvimos a la discoteca. La puretona iba tan puesta que quiso enseñarme sus tatuajes. Llevaba un pantalón como rajado a rayas por entre el que sus muslos parecían apunto de estallar. El torso inclinado hacia delante y su  palma abierta rozando su pantalón y piel, de la cadera hacia abajo y así hasta llegar a la rodilla, adonde se detenía y ascendía de nuevo la espalda mientras su mano recorría, ahora, el anterior de su muslo, apretándose con sus propias uñas rosas, no tanto mostrándome sus tatuajes como posando pórnicamente su exuberancia sexual. 
¿Qué significa eso? Le dije, señalando uno de sus tatuajes.
¿Cuál?
El barco.
Representa el viaje.
Y pensé que si todas las modernitas pin up se tatúan el mismo barco, pues vaya mierda de viaje. Pero como estaba inspirado, le dije:
Qué tal si vamos al baño tú y yo al baño... pongo un poco de cristal en mi lengua... y lo coges con un beso...
No, yo no soy de esas -y movía su cabeza de lado a lado, en negativa- Te has equivocado. No.
Por lo que es de suponer que yo sí que era de esos, aunque nunca hubiera pensado que yo pudiera ser de esos.
¿Qué se esperaba, que fuera joven sin decir polla?
Horas más tarde me la topé liándose con otro, con sus caras tan separadas como lo permitían sus lenguas, enroscadas en el aire. No dejé pasar la oportunidad de hacer el ridículo una vez más, colocándome estratégicamente detrás de él, adonde ella pudiera verme, señalándome el pecho con el dedo índice de modo que quería decir “yo”. Su amiga con cara de triste, que ahora que íbamos drogados me seguía pareciendo igual de poco agraciada, aunque su cara de triste denotaba quizá un mundo interior lleno de compasión, me dijo que todos se piensan que se las van pueden tirar sólo porque las ven drogadas, pero que no son primerizas y el otro, el francés, que le gustaba mi amigo.
Y eso fue lo más cerca que estuve de ligar, con el permiso de aquella negra que en mi memoria sólo es negra y caricia pasó por mi lado y me dijo, mirándome a los ojos con sus labios rojos, ¡guapo!... Guapo guapo guapo, sin comas. Me acarició la cara como si quisiera llevarse algo de mi piel entre los surcos de sus yemas y de verdad pudiera llevárseme con ella, antes de seguir bailando por ahí, personificando una fuerza de la naturaleza a la que no se debe pedirle más sino sólo aceptar lo que te da o lo que te quita.
No lo había comentado hasta ahora, pero esa noche me dio por acercarme a todas las parejas levantando ambos pulgares en señal de aprobación.
Hacéis la pareja perfecta.
La tontería empezó con un par de lesbianas que se parecían tanto entre ellas que podrían haber sido gemelas. Mismo peinado, un vestido de estética común y sin duda, un cráneo de dimensiones similares. Ese tipo de parejas por las que te preguntas si eran tan iguales antes de conocerse, o qué. Me sonrieron asimétricamente entre agradecidas y queriendo escapar de la situación.
Aparecía en mitad de los círculos de gente de un salto, sólo para caer adentro de ese cilindro imaginario que rodea a todas las tías y que parece decir “mi espacio, no cruzar sin mi permiso”. Me abalanzaba sobre las que iban más pasadas de rosca, las que reían y pataleaban como posesas y con los ojos vueltos en blanco, abalanzándome con las palmas de mis manos abiertas ante de mí y buscando acoplarme con las palmas de sus manos, lo que desde mi lado de la pompa quería decir: mira, podemos compartir el alma sin que temas por que te agarre el culo...
Y siguiente pareja perfecta.
Rondaba a las de peinados raros puestos de moda, las de cara equina y nariz de loro, esas son las que más me ponen. Despiertan mis instintos sub animales sublimados culturalmente en fetichismo, como los zapatos. Como los de esa tía que gracias a mi experiencia con chicas de pelos de colores y diagnósticos psiquiátricos -si es que debí decir eso- supuse que debieron ser encargados a través de Internet, por ebay o alguna página web alemana, alimentando en extensos bloques horarios frente al ordenador una autoimagen imposible de entender sin ser asociada con la ineptitud social o al menos cierto déficit de cariño, lo que describe más precisamente mi post adolescencia que sus jodidos zapatos. No entiendo cómo pude espantarla a besos, si se los tiraba a distancia; no sé qué fue exactamente lo que hizo que pusiera esa cara de asco y se llevara las manos a la cara, alzando un gritito que era la décima parte de un grito rompedor de cristales. Se cubrió detrás de sus amigos, yo busqué un nuevo ángulo y cuando me di por satisfecho, reí a carcajadas triunfalmente como el niño que acaba de cometer una travesura y no se atreve a reír hasta después de esconderse.
Y siguiente.
Me acerqué a un grupito que daba patadas a una lata aplastada, pasándosela. Eran dos chavales y una chica que desde mi filtro de ex estudiante de filosofía que pasaba de ir a clase para esconderse en la biblioteca a leer Dostoievski, parecía tener pintas de que se metieran con ella en el colegio. A mí me pasó eso de que se metieran conmigo en el colegio, pero ahora sólo me quedan ganas de jugar y untarlas con alguna porquería pegajosa del Mercadona. Antes pensaba que las cosas me dolían más a mí que a los demás y desde que comprendí que no, me apetece más decir cosas bonitas.
¿Cuántas parejas perfectas pude cruzarme sin repetirme de pareja? Por las respuestas, pensé que igual estaba metiendo la pata con la palabra “pareja”, pero no sé. Los rasgos de las caras se difuminaban. Una chica a la que levanté el pulgar en señal de aprobación dijo a su vez “qué” y sinceramente, no supe qué decir, pero ella se quedó allí como esperando algo más. Como si quisiera escuchar que lo siento, que igual no tengo gracia y todavía no m'enterao...
Y así es que seguí dando vueltas y vueltas y cada vuelta era un nuevo comienzo, un nuevo intento. Todas parecían ser La Mujer Que Todo El Mundo Puede Tener Menos yo (la minúscula en el “yo” fue por error, pero no lo pienso corregir); y al fin, en algún momento entre lo inane y la explosión, terminó la fiesta y las luces de cierre se encendieron, permitiéndonos que viéramos la mierda que habíamos dejado por el suelo con claridad. Esa luz que alumbra nuestras caras por primera vez en la noche y que marca el fin de la fiesta; aplaudí, grité, silbé, salté y etc. etc. Y me dirigí hacia la calle. 

Perdona... ¿Me daríais un cigarro, por fa? Le pregunté al par de tías que iban detrás de mí en la cola de salida, con un tono de voz que de espontáneo, resultó sorpresivamente infantil. Y todo el mundo sabe que no se puede ser cándido y ligar a la vez.
Hacía un frío de esos que te corta el cuerpo de esa forma específica en que te entra el frío cuando sales de la discoteca; quien ha estado ahí, lo sabe.
Terminé de fumarme el cigarro junto a las escaleras que bajaban al metro, por si acaso escuchaba hablar de algún after, pero ninguno de los que andaban de aquí para allá proponiéndole ir a un after a las tías parecía interesado en mi cara y además, a mí tampoco es que me quedase mucho cuerpo. Y ya había acabado con las drogas, así que bajé las escaleras del metro y en los pasillos, seguí con la vista el bamboleo de un culo que parecía ir en mi misma dirección. Demasiado cansado incluso para correr detrás de un culo. No es que arrastrase los pies, yo lo veía más como un seguir naciendo a cada paso.
Continué hasta el andén, me senté en el suelo. Saqué el móvil y me puse a escribir un sms. Me había pasado la noche mandándole mensajitos a la misma chica a la que dentro de un rato escribiría el email.  Se podría decir que para mí el éxito de la noche vendría al siguiente, cuando como respuesta me encontrase con que lloró al leerme. Y ni siquiera sabía del color de su pelo.
Mira, mira ese niño qué felicidad lleva en el cuerpo – escuché decir a una chica que a mí ya me pareció guapa incluso antes de verla. Me hice el sueco y cuando llegó el metro, mientras las puertas se abrían, vi que se despedía de sus amigas -que estas sí que se montaban- y se iba por otro lado; nunca más nos volveríamos a ver, ahora nunca y etc, etc.
Oye, ¿te puedo dar un abrazo? Le pregunté.
Y ambos suspiramos de esa manera en que suspiro siempre que se me bajan las drogas, como si echase del cuerpo todo lo que no es amor.

En el vagón me senté en frente de una tía que parecía descompuesta; estaba claro lo que le pasaba, iba borracha o drogada y al subirse al metro, se le vino todo encima. Saqué un chicle que me regaló no sé quién, para no destrozarme los dientes. La mandíbula se me cerraba igual que un cepo. Podía escucharse el chirriar de mis muelas. 
Pensé que cualquiera que me mirase mascando chicle con esa mirada sobre una tía despatarrada y con los ojos de vuelta, podría haberse pensado que me la quería comer.
Me sorprendió que pudiera estar atenta al recorrido del metro y cuando faltaba poco para mi estación, adonde debía hacer trasbordo, se levantó y caminó hasta la puerta del vagón, adonde se detuvo mirando la punta de sus zapatos.
Un chaval que estaba sentado en el suelo con sus colegas, la señaló y dijo casi más con los labios que con la voz:
¿Habéis visto qué tía?
Lo miré y asentí en complicidad, aunque ni me vio.
Llegué junto a ella y, cuando el metro se paró, antes de que se abrieran las puertas, le pregunté:
¿Estás bien?
Ahora sí, dijo.
Y cuando las puertas se abrieron, echó a andar más rápido que yo.

Había cuatro posibilidades; podía haberse montado en dos metros distintos, arriba y abajo, y caminaba bastante más despierta de lo que podría haberme imaginado. Demasiado como para seguirla, así que continué tambaleándome por los pasillos en dirección a mi andén con la sonrisa de autosatisfacción de quien sabe que no se pierde nada, porque después de tantos intentos en una misma noche ya no me cabía en la cabeza la posibilidad de que fuera ligarme a nadie.
Giré la última esquina antes del andén y caminando hasta el fondo, la busqué con la mirada. Repasé de arriba a abajo a todas y cada una de las tías que esperaban sentadas la llegada del metro. Apenas habían pasado unos minutos desde que la tuve sentada frente a frente, pero a estas alturas de la noche me preguntaba si podría pasar por su lado sin reconocerla... Y además, siempre cabía la posibilidad de que me viera pasar sin decirme nada. La verdad, no me esperaba llegar al otro lado de la máquina de refrescos y encontrármela allí sentada, leyendo, alzando la mirada al verme y dejando escapar una sonrisa. Hola. Hola. Y conste que el primer hola fue de ella.
Me senté a su lado, sin parar de preguntarme qué clase de persona lee al volver de la discoteca.
¿Por qué no te sientas más cerca? No te voy a hacer nada, me dijo, señalándome el medio metro que mi timidez había dejado entre nuestros culos.
¿Qué estás leyendo?
Porno, ¿lo conoces?
¿El del tío que escribió Trainspotting?
Sí, ¡vaya! Y dijo un vaya que parecía sincero; cuando le hablo del libro a la gente, continuó, nadie lo conoce.
Bueno... En realidad no lo he leído, sólo es que se me debió quedar grabado en la memoria cuando leí la biografía de Irving en la Wikipedia.
¿Y qué lees tú?
Ahora ya casi no leo, antes leía mucho... Creo que hace unos años que sólo leo cómics.
¿Por ejemplo?
Odio, ¿lo conoces?
Bah, es muy típico. No me gusta, dijo. Y en su respuesta dejó ver ese desdén que me salía a mí mismo hacía no tanto, cuando hablaba de alguna de esas cosas que dejaron de gustarme en el momento en que fueron demasiado conocidas por la masa.
Bueno, a mí sí que me gusta. Es muy...
Odioso, pero no odioso como si te despertase odiar por lo que dice, como si estuvieras de acuerdo con él... Odioso más en plan...
Como si lo que dice te hiciera odiar justamente el cómic mismo.
Sí. (Y entonces creo que nos miramos a los ojos por primera vez).
...
¿Qué te ha parecido la fiesta? ¿Vienes de la Apolo, verdad? Me preguntó.
Le conté que ya conocía a Apparat, que lo había escuchado muchas veces en mi habitación; que tenía la intriga acerca de si pincharía como en sus cedés o si metería más caña, para hacerlo más bailable y todo eso. Lo que no le dije es que no podía recordar apenas ninguna de las canciones que había pinchado hoy, ni de hecho lo escuché apenas en toda la noche.
Yo ya lo había visto en otra ocasión, dijo, haciéndose la entendida.
¿Tienes un boli por ahí? ¿O un rotulador?
Sí, creo que sí, y empezó a buscar en su bolso.
Me vale cualquier cosa.
Me parece que tengo un rotulador por aquí... 
Un rotulador será mejor.
¿Qué vas a hacer con él?
¿Te puedo pintar?
Definitivamente no.
Sólo será un poema.
No.
¿Eres feliz?
¡No!
Y no sé si nos dijimos mucho más, no puedo recordarlo con claridad; luego, llegó el metro. 
Subimos al vagón, ocupando los asientos simétricamente opuestos, lo que dejaba la posibilidad no aprovechada de mirarnos de frente.
Ninguno de los dos decía nada; el metro seguía avanzando, haciendo encenderse a cada parada una lucecita en el panel, como una cuenta atrás hasta mi estación.
¿Nos bajaríamos en la misma parada o ya sería demasiada casualidad?
Me sorprendió verla de levantarse y echar a caminar hacia el vagón de al lado, para ocupar otro asiento.
La seguí y me quedé de pie, agarrado a una de las barras.
¿Alguien tiene una puntita de keta? Preguntó una tía con pintas de ravera que había por ahí.
La verdad es que no, dijo un chaval que parecía del grupo.
El tío con la tenía cogida por la cintura, sentados, no dijo nada.
Ojalá, dijo Porno decidida a ignorarme.
Cuando me tocó el turno, lo cual quedaba claro porque dirigió a mí su mirada, negué con la cabeza y no continuó con su mirada hasta el siguiente hasta que me vio de mover la cabeza lado a lado.
Pasaron más estaciones, como una cuenta atrás.
Las drogas son malas, dijo no sé quién, dando pie a una encadenación de bromas espontáneas con las que se rieron todos, incluida Porno. Y no sé si en otra situación a mí me hubieran hecho gracia, pero no me quedaba cuerpo ni para reír. Seguí allí de pie sujetándome con cada brazo a una barra distinta, a uno y otro lado del vagón. Me estaba viniendo el bajón de todo lo que me había metido y no fuera sido capaz de articular una frase ni aún en el remoto caso de que haber podido pensar en algo. Pero nada, ni una palabra, ni una idea. Ni un solo pensamiento.
El metro se detuvo en mi estación.
Bajé y, ya en el andén, volví mi vista atrás. Para comprobar si venía, pero ni se había puesto en pie y ni nada. Mientras pegaba mis labios al cristal del vagón pude ver que ni siquiera me estaba mirando, pero y qué; el gesto estaba decidido. Era algo que necesitaba hacer.
El tío que estaba más cerca de ella, que sí que me vio, le dio un codazo riendo estruendosamente y pronto los cuatro me miraron y echaron a reír, rieron de forma tan espontánea y sonoramente, levantando alguno de ellos su culo, el otro golpeando el asiento con la mano. No se me hubiera ocurrido que me quedasen fuerzas para provocar algo así. Ella también se rió.
Y nada, las puertas se cerraron y el metro echó a correr normal y rutinariamente, sin que la viera de irse. Y con ella se fue mi última posibilidad de ligar por esta noche.
Como si se marcharan todas a la vez.
Me planteé pegar en el cristal el chicle que llevaba en la boca, pero aquello me pareció excesivo para una sola noche.