Cuando Michina se tiró por el balcón, acabando con sus siete vidas de una vez, casi nadie supo entender qué es lo que había sucedido en realidad; se tuvo que caer, intentaban convencerse Diego y Marina, padres de una familia de teleanuncio. No pudo ser que se tirase, siempre le hemos dado lo mejor, decían, y era verdad; el mejor pienso y los mejores juguetitos, como aquel pececito hecho de no sé qué material sintético comestible. E incluso la mejor arena para gatos, comprada en tiendas especializadas a cuatro con cincuenta, cinco kilos de bolitas de plástico super absorbentes simulando ser arena que no huele a caca ni pis ni a nada más que jabón. Sólo Ariadna pudo intuir lo que se ocultaba tras la tragedia; Ari, la hija postadolescente, o preadulta, que vivía con sus papás mientras estudiaba arquitectura y tenía los ojos llorosos por las noches, embotados de aburrimiento y sólo contenidos por el prozac diagnosticado contra la depresión. A veces necesitaba también algo de diazepam para la ansiedad. Y cindco miligramos de zyprexa a raíz de aquel brote psicótico. Y ver una serie de anime junto a su gatita, tras la sonrisa forzada en la cena con papá y mamá, inyectándose así la justa emoción y el cariño necesario en un día a día carente de contacto con la realidad. Ari, la chica que en su carrera no descubrió sino que la vida moderna y urbanita sobre la que ella y su familia y la gatita Michina se asentaban no era más que un espejismo suspendido en el vacío y que, si te parabas un momento a escuchar, acercando el oído al arcén, podías oír el suelo temblar; todos esos túneles de metro, alcantarillado y terreno conquistado al mar, todo hueco y a veces inundado pero siempre debidamente pavimentado para sostener sobre sí al hospital, la iglesia y el colegio y hasta la central nuclear, toda esa cultura y ciencia al servicio del progreso de la humanidad. Sólo Ari, con su cara llena de granos, sus pintas de peluche como una completa inepta social, sólo ella pudo ponerse en el lugar de Michina, la única amiga que tenía y con la que se comprendía como si de dobles se trataran; ni Diego ni Marina lo sospecharían jamás, pero lo que mató a Michina fueron aquellas rejas que pusieron en el balcón con toda su buena fe para que nadie se pudiera caer, y que, cuando un día se rajaron de casualidad, apenas una esquinita pero lo justo para abrir, por accidente, una brecha al mundo, una ventana a través del que una gata domesticada no pudo intuir el peligro que suponía saltar, entonces, ambas, niña y gata, sobreprotegidas como un muñeco al que se le quitan las pilas para que no se rompa jamás, se adentraron en el submundo de lo que sucede a escondidas de la atenta mirada familiar, médica y escolar. Caída de la que ya no se pudieron levantar jamás, pues la altura del noveno del que saltaron se juntó además con las obras del metro y en total fueron trece plantas las que atravesó por el aire antes de estrellarse empujada por la resaca de un viaje de mdma, el complemento perfecto a esa vida perfecta en la que Diego conduce un taxi fumado de maría y Marina da clases de yoga y mantiene limpia y aséptica de malas energías esa casa ideal que sí, te hace el café con sólo pulsar un botón pero donde nunca se aceptó lo que de gata había en la niña y que de la mesa al sofá no se puede aprender el tacto de la tierra ni cómo se siente la alegría o el caerte de verdad.
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