h (Piedra)

Antes de que pudiera ponerte otra cara que tu avatar, pensaba en ti como podía pensar un libro, un cuerpo de letras. Verdana 9, gris sobre blanco, siempre en minúscula y con formato de página pequeña. Llevabas los renglones sin ajustar, extendidos sobre el margen derecho igual que una melena despeinada en la almohada.
Pensaba en ti y me decía que casi mejor que nunca nos llegáramos a conocer. Que “esto” lo que fuera siguiera una historia escrita a base de emails, y ya está. Una correspondencia que se mantuviera sólo en el paralelo de los correos, ¡y nada más!
Yo siempre te he imaginado rubia, te dije.
¿Me estás llamando tonta?
En realidad, siempre me han gustado más las morenas.
Entonces, para ti, seré rubia.

Supe de tu nevera antes que del color de tu pelo. Supe de tu nevera por lo que faltaba en ella, casi vacía, para cocinar uno de mis sándgüiches. Tu cena habitual, ensaladas envasadas; un plato sencillo, aliñado tan para ti sola que no se lo pondrías a nadie más. Tu plato favorito, en el que una noche te encontraste -entre el la lechuga y el canónigo- el cadáver de una mosca.

Me gustaba pincharte con preguntas retorcidas. ¿Y ese cinismo tuyo, a qué se debe? Tanto no a todo...
Estuve cotilleando tu tuiter, sí. Fácil, llegué a él a través del google. Estuve cotilleando tu tuiter y no dejas de sorprenderme, de veras. Escribes muy bien. Se te da bien el desamor. Se escribe magia pero se pronuncia casualidad. Es buena la frase, como todas las demás. De hecho, tan fina como todas las demás, tanto que me hace sospechar, ¿seguro que no hay nada de lo que te intentes convencer?
Por mucho que nos empeñemos, hay personas que no están destinadas a estar juntas y a mí, esto, siempre me ha parecido un gran alivio.
Me gustaba pincharte hasta que respondías con preguntas. Por qué no hacerse pasar por una pobre desdichada, dijiste. Arrepentida de haber dejado ir al hombre de su vida en forma de poema. Por qué no hacerse pasar por una monja, una drogadicta, un hombre de negocios o un violador.
Me gustaba pincharte hasta el enfado, la broma y la posterior confesión. La verdad, no esperaba acabar con un ruego.
La próxima vez avisa, que me ponga la coraza.

¿Timidez? La mayor locura que se puede cometer por amor es reincidir.

Así que te contaba historias de gatos. Pues mira, te escribía al email. Vivo con Woody y Pulgui. Woody es callejero, Pulgui un doméstico gordinflón. El otro día vino a un tercer gato, Mixo. Apenas estuvo un rato, marchaba de viaje junto a su dueña.
Te contaba todo de mí como si me lo hubieras pedido.
Cuando Mixo entró a casa, Pulgui respondió arisco, con sus uñitas fuera. Tendrías que haberlos visto, frente a frente. Mixo, agazapado negro en una esquina y sin salir del trasportín, y mientras, Pulgui, bufando, lo acechaba con las orejas hacia atrás. Un poco patético, la verdad.
Woody, por otro lado, que se hacía el loco, daba saltos sofá arriba, sofá abajo. Sin mirarlo, dejándose ver.
Como diciendo, aquí estoy. No pasa nada.
Te contaba eso, y antes de irme a dormir, después de que ya te hubieras ido a dormir, dejaba dos o tres emails en tu bandeja de entrada. Para que los vieras al despertar para ir a trabajar.
Sabía de tus horarios por la hora en que recibía tus emails.

Respetamos ciertas reglas que nunca hizo falta teclear. Nada de preguntas directas, como a qué te dedicas o qué edad tienes. De dónde eres. Que “esto” lo que fuera, siguiera siendo así. Y si nos conocíamos, pensábamos, que fuera a través de nuestros relatos en internet, al mismo tiempo que empezábamos a teclearnos cariños durante los momentos más cotidianos
Voy al súper, ¿te traigo algo?
Nos proponíamos retos. Que cada uno eligiera un personaje del otro y lo sacara a bailar, agarrándolo de los márgenes. A mí me gustó aquella tuya que bailaba neones y pastillas junto a la mejor relación tóxica de su vida, ella misma. Como final, quería atravesar el papel con la punta del boli de un palabrazo, algo que deje sin palabras y se pronuncie jo der.
Con un espacio en medio.

Para escribir tu nombre hay que empezar por teclear una h. Para ser fiel a tu manía contra las mayúsculas, ha de ser una h, además de muda, minúscula, y luego el resto, aunque el correo de internet reconocía automáticamente la h como la inicial de tu nick, señalado como autora de páginas y páginas de emails.
Me gusta tu definición de preliminares: el mejor afrodisíaco son las ganas.

Mi carta de presentación fue la de un tipo que escribía notas a las chicas del bus, a la niña de la biblioteca. A la del metro al salir de la discoteca, a las compañera del trabajo e incluso a veces a las clientas. Hay quien no se lo cree. Hay quien confiesa que sería precioso recibir una nota, un poema.
Una vez, cuando aún iba a la facultad, en mi ciudad. No aquí sino en Málaga.
No decía dónde era “aquí”, sólo que venía de Málaga.
Pues eso, una vez, en el bus de camino a la facultad, me quedé mirando a una chica. No sé si ella me miró porque yo la miraba o sólo me miraba porque me quería mirar. Supuse por la parada en que se bajaba que estudiaba psicología. Yo bajaba dos paradas más adelante, en filosofía. Le escribí una nota llena de exageraciones que eran verdad y me la eché al bolsillo. Y en ese momento desapareció, dejé de encontrármela.
Llevaba el poema en el bolsillo todos los días, por si acaso. Pero no me la volví a cruzar en el bus. Me la encontré en un bar.
Iba a clases en el horario nocturno, así que a veces me veía en los bares aún con la carpeta y los apuntes.
Ey, toma, le dije. Después de seguirla cuando salió del bar.
Su respuesta fue dar un paso atrás.
¿Una nota?
Y extendí la mano. Ella no.
Sí, es que te vi en el bus...
¿En el bus?
Sus amigas empezaban a reírse, así que solté la nota, di media vuelta y me fui.
Al terminar la noche, de camino a casa, volví a pasar por aquella esquina y allí seguía la nota, en el suelo. La subí a internet, anónimo, y allí la leíste tú.

A una del bus
¿Sabes de esa sensación de querer más, más y más? Pues por eso te escribo; ni te conozco ni te quiero conocer, sólo es que te vi ahí, sentada, y pensé: no quiero bajarme del bus y ya está.
Esto no es una carta de amor, ni siquiera te deseo como amante, lo que yo quiero es una adicción. ¡Un vicio! Que me rechaces durante el día y pegues guantazos en público, pero que me arañes en privado, condenándome al patíbulo de la cama. Le petite mort, le dicen en Francia al orgasmo. Bah, dejemos de lado los cariños y toda la basura rosa, lo que yo quiero es que nos ahoguemos en metadona al despertar, privados del placer masoquista de un poco más, una vez más, aunque sólo sea una vez más, y ya. No quiero un amor donde el semen sabe a hipocresía. Mi teléfono por un beso de cianuro y carmín y mátame, mátame, mátame de amor.

Es curioso cómo los rechazos del pasado se convierten en historias graciosillas de las que uno casi se avergüenza. Qué ridícula me parecía esa notita años después. Por supuesto, en internet no puse mi teléfono.
Pues yo creo que deberías seguir escribiendo a las niñas del bus, metro o de donde sea, dijiste tú.
Pero escribe no es lo mismo que “escríbeme”.
Aunque, ¿cómo no iba a escribirte si me sentía desnudo ante tus poemas?

Todo empezó por una crítica literaria.
Yo llevaba una época sin escribir nada, y animado por ti me salió un cuentecillo protagonizado por un gato y una perra. Chuleta con espinas.
Alabaste mi precisión con las palabras, sin parecer forzado. Sin embargo, en tu opinión, el acabado final se vería mejorado si alargaba el misterio, continuando hasta el final la ancestral rencilla entre perra y gato, sin delatarlos nunca como amantes. Pero ese párrafo era mi favorito.
Nos veo antes matándonos que separándonos, y no te digo que lo siento, sigue mordiéndome la oreja, así, que no te voy a devolver la espina que tenías clavada en el corazón, atravesándote justo donde la falta de amor.
Mi crítica, que te escribí borracho, no se dirigió tanto a lo intelectual sino más hacia el escote de tus poemas. Déjate ver, te decía. Como cuando las palabras surgen ebrias de existencia. Déjate ver, que quería decir déjame verte. Muéstrame algo tuyo, algo íntimo. Una frase donde la palabra precisa no sea “conocida” sino tanto más, más, “mojada”.

Entonces escribiste ese poema donde desnudabas un alma, un alma que no era la tuya sino la mía. Escribiste de mí de modo que te tuve que preguntar cómo es que me conocías.

Deshechos
durante mucho tiempo fuimos deshechos.
nos alimentábamos de crítica y pena
bebíamos demasiado
fumábamos hierbas podridas
dormíamos en colchones manchados de tragedias pasadas
que intentábamos dejar atrás.
buscábamos en la basura y sólo encontrábamos
basura
disfrazada de mentiras, miserias,
hedor y óxido.
de laberintos minados,
de mujeres de risa fácil
que abracé tibiamente
después de noches obscenas,
o de hombres suplicantes
que rogaban con la mirada
desvestirla con premura
y que ella había aprendido a rehuir.
vagabundeábamos por el mundo
con el feliz convencimiento
de no creer en nada
de no esperar a nadie
de no.

yo había olvidado escribir
ella había olvidado sentir.
nos encontramos.

durante unos días, unos meses,
un tiempo impreciso
hubo mañanas soleadas, sábanas arrugadas y húmedas
hubo yemas, dedos, manos, temblores
hubo palabras
hubo música
hubo silencios tácitos
hubo
hambre.
volvimos a creer, a esperar
a descubrir. a descubrirnos
temerosos primero, ávidos después.
y aceptamos atrevidos y exultantes
las confusas reglas de una partida
de la que sólo habíamos oído hablar.

fuimos valientes.
a nosotros no iban a derrotarnos.
fuimos insensatos.
fuimos.

desde hace unos días he vuelto a escribir.
relleno las horas de trazos ilegibles,
ideas vacuas y tramas delirantes
que releo por la mañana
rectifico por la tarde
y termino borrando
siempre.
salpico las hojas en blanco
de furia, rabia y fracaso.
todo es cuestión de tiempo.
la cura.
las letras.
la muerte.
todo.
tarde o temprano saldrá, me digo.
dejaré de romper y negar. lo sé.

de ella…
de ella, nada.
ella ocurrió y terminó.
algunos aseguran que en ese tiempo impreciso
ella también sintió.
sí, aseguran, repiten,
e intentan convencerme,
como a un niño crédulo y dócil,
sin saber que su consuelo
aviva más aún mi demencia.
ella sintió, reiteran.
yo escribo.


Dame tu teléfono, prometo no llamarte.
Había pillado medio gramo y quería escribirte entre canción y canción, en la discoteca.
Dame tu teléfono, prometo no llamarte. Si quiero que salga bien me aseguro de planificarlo al revés.
Si me diste tu número fue porque prometí no llamarte.
Esa noche bailé con todas las tías de la discoteca. Y bailar, para mí, significaba esa noche algo parecido a llorar, caer en el ridículo, provocar. De modo que bailé con todas mientras te escribía mensajes al móvil.
Te voy a follar en un relato.
Si nos ligábamos sería a través de lo literario, aunque sabía de antemano que esa noche sólo me follaría el Spotify.
A ver si al final te vas a hacer de querer.
Cuando llegué a casa, puse lista que había hecho con tu música. Mount Kimbie y lo que surja.
También sabía que al llegar a casa me pondría a escribirte un email.
Esa noche bailé a solas en la habitación hasta que el sol señalaba el medio día, mientras te escribía el email:
Supongo que ahora es más o menos cuando te empiezas a sentir intimidada por tanto mensaje.
Qué difícil es intentar mantener una conversación con alguien, en el metro. Nadie quiere hablar de uno mismo. Creo que soy el puto loco de los gatos que baila raro.
Me gusta ser así.
No deja de sorprenderme por qué la gente en cuanto se mete m habla de amor y lo mal que lo pasaron en todas sus anteriores relaciones. Me gustaría darles un caramelito a todos para que vuelvan a tener algo en la boca que sepa a miel, o a limón, o al menos a chicle de fresa para que pasen mejor la bajona de la droga del amor.
Antes pensaba que las cosas me dolían más a mí que a los demás y desde que comprendí que no es así, me apetece más decir cosas bonitas.
Aunque... creo que siempre soy yo quien termina alejándose, antes de que las cosas empeoren. No tengo fuerzas para enamorarme si no es de siete tías distintas al día, en el metro.
Cuando desperté en mitad de la resaca vi que me habías respondido.
ay qué capullo eres. me has hecho llorar con este email tuyo rellenito de m y de frases mortales y de corazoncitos abiertos. joder, avísame antes que me pongo la coraza.

Cuando volví a despertar por segunda o tercera vez en mitad de la resaca vi que me habías mandado un vídeo.
la historia tiene mucho o nada, como lo quieras ver... dos se conocen, hacen y deshacen durante años y finalmente, como suele pasar, deciden que es mejor separarse. con los años ella se convierte en una artista famosa y en una de sus obras consistentes en pasar un minuto delante de un extraño, sin cruzar palabra, sólo mirándose, se presenta él. y esto es lo que pasó.


A veces hablábamos por chat.
Calculaba que me faltaban diez o quince años para alcanzar tu edad, y nos seguirían distanciando siempre diez o quince años, pero “siempre” no ha sido nunca una palabra habitual en nuestro vocabulario.
Para siempre...
Me pregunto qué mierda de sofá tendrán los que viven la vida al máximo.
Una mañana, después de estar hablando hasta las tantas, me enviaste un email en el que sencillamente me dabas las gracias por la conversación de ayer. Tampoco sé qué dije como para que me dieras las gracias, yo esa noche la recuerdo como la noche en que, llegado un punto del relato, diste al enter en el momento justo para introducir un diálogo que me hizo ir a la cocina, para darme la vuelta a medio camino, sin saber a por qué iba ni qué hacía de pie. De estas veces que se te ponen los rojillos los ojos, ¿sabes?
tengo miedo de otra relación dolorosa.
tranquilo, puedes estar seguro de que vendrán más relaciones dolorosas
El amor de tu vida, menuda resignación.

Aunque -o porque- no te había visto, contigo me propuse ser sincero desde el principio, claro que tampoco te iba a decir desde el principio que encontré en google tu dirección real. Vamos, no te iba a decir que Barcelona era también mi ciudad.
Contigo le cogí el gusto al disimulo. Me aseguraba de delatarme sólo cuando fuera borracho o drogado.
Besarte el cuello, sin cinismo, con ternura, te escribía por sms a las tantas de la madrugada.
El resto del tiempo me limitaba a no arrepentirme, sin ir borracho ni drogado.

Lo que yo nunca supe es que dejaras el móvil en la mesita de noche, para tenerlo a mano cuando despertaras a la una o dos de la madrugada, para leer mis emails antes de continuar durmiendo.
Otra relectura al desayunar.
A veces llegabas tarde a trabajar.

Se nos caían los chats. Primero dejó de funcionar messenger, luego mi cuenta de skype. Cuando llegó el momento de encontrarnos en Facebook, sin agregarnos, sin fotos, se me jodía internet.
Tenía el nombre de tu calle y número de portal y ninguna forma de reconocerte, como no fuera una 95C de belleza interior.

Te escribí una nota que esperaba poder darte algún día.
Si te dejaras, me encantaría hacerte una noche de estas un sangüich rico. Encontraré la forma de hacerlo bueno con lo que sea que tengas en la nevera.
Con la nota envolví, igual que un gramo, una piedra del Muro de Berlín. Los momentos de soledad, como las esperas en aeropuertos, eran el momento para escribirnos al móvil.
¿Te traigo algo?
Una piedra.
...
El Muro era bien resistente, así que cogí una piedra que encontré por allí cerca. Parecía de granito.
Cómo no, cuando nos encontramos fue por un motivo literario. Un bar organizaba micrófono libre, decidí leer notas del bus.
La primera vez que nos vimos acabamos en tu casa, pero esa noche bebí tanto que...
Bueno.
Hay que ser muy aburrido para que salga bien a la primera.

Al despertar, ya sin ti, me giré y pensaba que seguías ahí. Ni siquiera recordaba quedarme dormido, aunque sí lo que nos dijimos.
Para cuando desperté y me giré y me salió decir tu nombre debías estar ya en la oficina.
Paseé por las habitaciones, la cocina, el baño. Me senté en el sofá. Abrí la nevera. Salí al balcón.
Me acordé de una escena de película en que una viuda abraza el armario de su marido. Pero no hice eso, tranquila.
Me habías dejado una nota.
¿Sabes? Cuando duermes, sonríes.
De la libreta que dejaste al lado arranqué yo unas cuantas notas que repartí por toda la casa. Adentro de la nevera, encima de la cama, en un libro.

Le pusimos título a la segunda noche que pasamos juntos. La caída del Muro.


Notas

guardo tus notas en mi cajón de las bragas
no se me ocurrió un lugar mejor
resguardadas de la luz estéril de las mañanas
de las motas de polvo de una calle transitada
del ruido de una lavadora que centrifuga
de mis ganas de leerlas por las noches,
con los ojos cerrados, en susurros, de memoria
tumbada en la misma cama
donde nos hemos contado, recorrido
reconocido.

a pesar de los días,
sigo viendo en tus haches torcidas
tus dedos huesudos y húmedos
palpar con urgencia por debajo de la tela fina
y en el minúsculo punto de una i tensada
un segundo de prisa y preludio
de ropa que sobra y aire que falta
de rincones que aún no nos han visto bailar
de palabras engullidas por jadeos
y cuerpos ahogados en saliva.

fecho las hojas manuscritas
según mi percepción de los días
seis de mayo; un cosquilleo, el humo de un cigarrillo
tardío
cualquier excusa tonta para alargar una noche extinguida
cuatro de julio; una falda corta, un mordisco en el muslo
un disparo mudo en el pecho
quince de hambre ávida
veinte de domingo calmo
treinta y un viajes debajo de tus sábanas rojas
ciento diez gotas de sudor en la espalda.

repaso las tildes, los puntos y las comas
cuidadosamente anotadas para que me detenga
en los espacios en blanco
en el silencio, en la pausa
en el recuerdo del descanso, del descenso
de los temblores que remiten y el pulso que retrocede.
vagabundeo por entre las líneas arqueadas
con la intención de encontrar una nueva imagen
una frase escondida
un nombre distinto
un verbo sin estrenar
y cuando creo haberlo encontrado,
entre los adjetivos y los pronombres
entre tu ausencia y mi evocación,
jugueteo con la yema de los dedos
y desabrocho distraída un botón de mi camisa
y luego otro
y otro
y uno más.



Pd: para poner en orden tantos detalles, escribí pequeños títulos en papel. Uno para cada recuerdo. Luego, recorté los papeles y sobre la mesa los puse en orden.
Esto por aquí, esto por allá, pero qué bien encajan los tuits en el relato.
Eso sí, se me quedó una frase fuera y con eso termino con la cursileria.
Porque el único inconveniente de pregonar que no esperamos nada de la vida es lo mucho que habrá que disimular cuando pase algo interesante.






Bubble Gum


Así es como suena una pompa de chicle. Cuando explota. Plop.

Una pequeña pelotita rosa que, si sabes usar un poco la lengua y soplar, se infla, infla e infla. Enrosándose, cada vez más grande...

La verdad, no es por hacerme el entendido, no soy yo muy lengüetón, pero está bien meter la puntita un poco, adentro de la pompa. Un poco, digo. La puntita y nada más. La puntita de la lengua, coño.

Y soplar, al gusto. 

A mí, personalmente, me gusta ir más allá del flap, flap y meter la lengua hasta pasado el cariño relamido, y llegar, ¡uff!... Qué morbo chorrean unas bragas al volver de la discoteca, una fina capa de tela rosa, apretada, apunto de explotar, pegañosa a mis labios cuando peta la pompa. 



Te lo puedes creer o no. Sucedió en el metro, sábado noche. Volvíamos de bailar medio gramo de más... La boca, mandibuleaba, cepo desencajada. Y las pupilas, bailongas, babeaban ridículas dedicatorias.

Nena, como tú... ninguna.

Los brazos apoyados en el respaldo y la camiseta, como un traje de saliva espesa, se me retorcía al ritmo de una goma de mascar al ritmo de... ¿Y esos tacones? Hay prendas que son para llevarlas; tus tacones, por ejemplo, no son para llevarlos. Tus tacones son pa dejarlos puestos y eleven a lo más alto un culo sobre, por, según y atrás picar a globazos.

Desnudo de empalago, me subía la vista por sus medias, para llegar... Jo-der. Para llegar a lo más oscuro de la falda, unas bragas color de fresa ante las que no me pude callar. Casi me llegaba a ellas la lengua.

Niña, se te ve el chicle, te voy a comer con las bragas puestas.


Ni te conozco ni te quiero conocer, le dije. Lo que a mí me interesa de ti es el sabor amargo de la felicidad humedecida. Saliva, cuerpos en contacto, pérdida de control... Y luego, deshacerte del chicle. Como de un mal vicio. Te aseguro que mi semen no sabe a hipocresía, ¿por qué nos da tanto miedo decir te quiero... follar?

Hay una bomba atómica entre mis labios. Lo que yo quiero, es grabar la forma de mis dientes en tu placer.

Atravesar tu anonimato, agarrar una aguja de vudú y pinchar con ella la guía telefónica, la de las páginas de basura rosa donde me rechazas de día y darías guantazos en público, y pinchar, sin poder vivir sin el placer masoca de pinchar. Pinchar. Hasta clavar en tu nombre, daré con él. No te preocupes, tengo paciencia. Llevo drogas en el cuerpo para aguantar toda la noche y aún para provocar un holocausto de gemidos entre tus piernas.

Dime, princesa chicle. ¿Y tus bragas... explotan?



Pobre chica, creo que le dio un bajón de tanta fiesta porque parecía que se iba a morir...

Créeme, no es que le gustara hacerse de masticar. Es que se iba a morir. Le pregunté, enjuagando de saliva la pompa, un preliminar antes de soplar, ¿tú te encuentras bien, chiquilla? Pareces desinflá.

Coño, digo... chica, decía que si te está gustando o no.

Hasta aquí, sí, gimió ella. Más seca que ná. A la espera de saltar del metro en cuanto tuvo ocasión.

¡Malfollá!

Entonces tiré el chicle, un chicle con el que nunca más haría...

¿Alguien da más?

Esta es la historia de una casa, el total inventario de lo que hay entre sus cuatro paredes. No es una metáfora: es una casa cuadrada, sin más.

Tiene una sola ventana, junto a la puerta principal. El resto de la casa se adentra en el edificio igual que una cueva excavada en la montaña. Por lo demás, intentaré llamar a las cosas por su nombre.
Antes de que a nadie se le ocurriera referirse al espacio entre estas cuatro paredes como “casa”, este lugar funcionaba como un bar.
Allí adentro resulta difícil olvidar el hecho de que antes fuera un bar.
Por ejemplo: hay dos baños pequeñitos, que constan de: lavabo, espejo y váter. Y una señal en la puerta de cada uno: hombre y mujer. Claro que ninguno de los baños tiene bañera o un plato de ducha, una necesidad básica para que dejaran de ser los baños de un bar y puedan ser considerados un baño normal.

Es una casa a pie de calle. En Andalucía, a estas casas se les llama popularmente “casamata”, aunque, por lo que sé, en el resto de España deben tener un nombre distinto. Si buscas en el diccionario, aparece la definición para: casa de la malicia, casa cuna, casa de balcón, de banca, de baños, de beneficencia, de calderas, de camas, de comida, compromiso, conversación, devoción... coge aire: de Dios, de dormir, de empeño, esgrimidores, de espósitos, de estado, de fiera, de locos... Casa de labor, casa de juegos, casa de socorro. Casa paterna. Aparece también la expresión “caérsele a alguien la casa a cuestas, o encima”. Pero si buscas “casamata” encuentras que una casamata es cualquier cosa menos una casa. Cito textualmente: casamata: “bóveda muy resistente para instalar una o más piezas de artillería”. Como curiosidad, también puedes usar la palabra bóveda para referirte a una cripta, sepultura o panteón familiar.
El verano en Andalucía alcanza fácilmente los cuarenta grados. Como decía, hay una única ventana y ninguna ventilación. Si atendemos a los ceniceros, las colillas depositadas en ellos y el sofá, o por el suelo, equivalen a una lata cada dos días. Eso suma unos 140 cigarros cada dos días. No me lo invento, lo pone en la lata.
En el mueble bar, cerca de la mesita del salón, hay una máquina liadora. Con ella se mete el tabaco adentro de unos tubos de cigarro vacíos. La palabra es “entubar”. Por ello y por el calor que hace ahí adentro, tengo miedo de que algún día no sea exagerado referirme al bar, casa o lo que sea como “horno crematorio”.

Al entrar por la puerta, lo primero que uno ve es el mueble bar clásico de todo salón familiar, sin el cual un salón no puede ser un salón familiar. En sus estantes hay bandejas, platos y copas, reserva para ocasiones especiales. El mueble bar fue el primer mueble que se apuntaló aquí, como bandera: esto es una casa, y este mueble presidirá la zona principal de la casa: el sofá, una mesa y el televisor.
En la nevera se guarda ron.
En el cajón central inferior de este mueble se encuentra, entre trapos para limpiar, ajados, una pala para tartas. Una pala de plata, labrada con motivos naturales: ramas y flores. Sólo fue usada una vez, un día de boda.
El resto de muebles como armarios y roperos sirvieron para la separación entre habitaciones. Dos armarios espalda contra espalda separan una habitación de otra. Hay dos habitaciones, se supone, aunque el techo es alto y ningún mueble en la casa llega hasta arriba, de modo que todo se escucha en todas partes.
Hay una puerta principal, claro. Pero además de esta y la puerta de los baños, no hay ninguna puerta más en esta casa.
La puerta principal abre justo a medio camino entre el televisor y el sofá del salón. De modo que, si quieres entrar o salir, interrumpes a quien esté mirando. ¿Cómo de grave es esto? Bueno, hay alguien en esta casa que mantiene el televisor encendido veinticuatro horas al día. Un televisor que el día de su estreno era ostentoso, grande. Sin embargo, han pasado los años después de presidir tres o cuatro casas. No es de pantalla plana, ahora resulta culón.
La puerta está todo el día abriéndose y cerrándose, así que, para contrarrestar el volumen del televisor es alto. Para que se pueda escuchar.
Y vaya si se escucha, en toda la casa. Incluso adentro del baño y a puerta cerrada.
Y te recuerdo que la única otra puerta es la de salida.

Para que te hagas una idea rápida del resto de la casa: imagina un collage de recortes de revistas de decoración. Ahora, pasa las páginas por algún que otro desahucio y ponlas unas junto a otras en un espacio reducido, igual que harías con un puzzle donde te ves obligado a montar pieza sobre pieza por la fuerza, retorciéndolas, porque ninguna encaja con otra y además el marco es demasiado retorcido.
Muebles que fueron hechos para una casa que se cortaron para que quepan en otra casa que fueron introducidos con dolor de cabeza en un bar.
El boquete más ordenado de esta casa es una caja de zapatos. Adentro de ella hay una colección de navajas. También hay una pipa con olor a hachís en su boca. Las navajas, como los cuchillos de cocina, están siempre bien afilados.
Mientras que la casa en su totalidad tiene un aspecto destartalado, el ojo de un experto podría afirmar tajantemente que los cuchillos fueron afilados durante años con paciencia y precisión.
Podrían ser la horma de un Raskólnikov cualquiera. Si miramos el ordenador más antiguo en esta casa, puede que aún haya textos de quien los escribiera con ese nick.

A propósito de la pala para tarta de bodas: en el centro de la casa hay una cama de matrimonio. Es la zona más grande de la casa, debido sobre todo al espacio ocupado por la cama de matrimonio. Con una mesita de noche a cada lado, resulta irónico el vacío que supone en proporción a lo pequeño que es local, pues nadie duerme nunca en ella. Y es alrededor de esta cama con vistas directas a la espalda del mueble de bar que se levanta el resto de la casa: los márgenes, estrechados contra las paredes. Me refiero al salón, la cocina y la segunda habitación. Y cuando digo habitación me refiero a una cama pequeña, no te imagines privacidad.
Las sábanas de la cama de matrimonio está religiosamente bien planchadas. En lugar de blancas, grises. Lo inmaculado, profanado por quemaduras de cigarros. Lo religiosamente bien planchado, raído. Limpio no obstante.
A pesar del esmero con que se intenta cubrir la cama entera, estirando las esquinas de las sábanas igual que se haría con una piel en una peletería, en un intento ridículo de cubrir más de lo que alcanzan.
De todos modos, nadie duerme tampoco en esta cama. 
Un detalle a tener en cuenta es que, aun a pesar de estar siempre vacía, es imposible de ignorar. Estás obligado a atravesar la habitación de papá y mamá si quieres ir a cagar.

Los electrodomésticos provocan que los fusibles salten una y otra vez. También hay un ordenador, al fondo a la derecha. Igual que el televisor, el pc también está siempre encendido, generando calor. Los cables reptan por la pared. Uno de esos cables pertenece a un ventilador. Otro, surge del router. Nadie se ha parado a desconectar el cable de la antigua videoconsola, pirateada y rota.
La puerta de la nevera está rota. Después de empujarla, hay que darle un golpecito que termine de cerrar de verdad. El ordenador debe ser encendido un mínimo de siete veces, si quieres que termine de encender. Sin promesa de que funcione, no obstante. Al televisor a menudo se le distorsiona el color y las imágenes bajo un filtro de un único tono: verde, azul, rojo.
Si te cruzas por ahí con antiguos papeles de garantía, mira. Olvídalo.
El color de la televisión se arregla como todo en esta casa: con un golpecito.
Además de los cuchillos y navajas, hay debajo de la mesa una espada. Junto a ella, dos piedras de afilar. Una piedra ruda y una piedra fina, de acabado. El afilado es algo sutil, requiere años de pasear una piedra por la hoja, con cuidado de que no se desvíe y en lugar de un afilado se estropee el filo.
El movimiento ha de ser al contrario que arriba y abajo, es decir: al contrario que hacerte una paja.
Los cuchillos se afilan en una lengua incompatible con el placer.

El programa favorito en esta casa es un programa de subastas. Por lo visto, en EEUU se alquilan trasteros. Y hay una ley que regula esto: si no pagas el alquiler, te quitan el trastero con lo que guardaras adentro, como compensación.
En el programa, los postores esperan hacer un buen negocio con lo que sea que alguien guardaba allí adentro.
Desahucio, según el diccionario, significa: despedir al inquilino o arrendatario mediante una acción legal.
Y se escucha en la casa entera: 1000 dólares, ¿alguien da más?

La única ventana en el bar obligó a situar la cocina junto a ella, y, justo debajo de ella, la plancha y el fogón a gas. El barrio es lo que habitualmente se entiende en estos sitios por “el barrio”. Por las noches, se echa a un lado la plancha y el fogón para poder llegar hasta la ventana corredera, de metal, que se baja noche sí y noche también, dejando todo a oscuras. Los primeros días y también las primeras semanas, y los primeros meses, se encendían velas.

Al fondo de todo el local se encuentra el cuartillo oscuro. Después de dejar atrás el salón, la cocina y la segunda habitación, se llega a un cuartillo al que se accede subiendo una escalera, atravesando una trampilla. Bastante estrecha, por cierto. Cuando el bar funcionaba como un bar, el cuartillo oscuro servía para almacenar las cajas de botella. También había una bomba de agua.
El techo de este cuartillo no es como el del resto de la casa. Es pequeño, como 1.60. Casi no cabe el armario ni apenas el antiguo escritorio.
Aquí también podemos encontrar un dibujo, adentro del armario. Pintado a mano. Una versión alternativa y macabra de Alicia en el País de las Maravillas. El gato sonrisas está escondido detrás de la puerta, que, en una habitación tan pequeña, produce oscuridad adentro del propio armario cuando es abierta; el foco de luz tendría que serpentear para llegar a iluminar al bicho, del que sólo se ven los dientes. Sería necesaria una linterna o una vela para poder ver los morados del dibujo.
Da igual que la ventana a la calle esté abierta o cerrada, en esta parte de la casa nunca llega la luz.
Al principio, cuando aún no habían sido levantados los muebles, que se agolpaban contra la pared, se hicieron obras en las que se levantaron antiguos suelos, y se echaron abajo la barra y trozos de pared. Entre las losas, aparecían a menudo nidos de cucaracha.
Pero no es eso algo de lo que haya que preocuparse ahora ya.
Si alguien se dedicara a sacar la ropa del armario del cuartillo oscuro y la dispusiera contra la pared, del mismo modo en que se mide la altura a un niño en las series de televisión, formando con ella una figura humana: pantalón, camiseta.... Lo que resultaría, más que un niño, parecería antes bien una figura humana aplastada al despegar en un cohete rumbo a las estrellas. Como un acordeón.
A este niño, por cierto, sí que le daban asco las cucarachas. Fobia.
La cama de esta habitación no tiene sábanas. Si dejas de caer sobre ella el peso de una pala para tartas, se levanta tanto polvo como el que se levantó cuando se hicieron las obras del bar, a martillazos. Eso quería decir antes con "introducir los muebles a golpe de dolor de cabeza". Se levantó tanto polvo como para bañar todo con un filtro gris y que no se quite ni con un golpecito, ni que estuviéramos en la televisión.


Aquí viven personas. 

Una es mi hermana, adolescente. En ella, adolescente cobra su sentido original: adolecer. Padece colon irritable, lo que parece condenarla a una afección crónica. Aunque hay quien afirma que el colon irritable es más que nada estrés, ansiedad emocional y depresión.
No me gusta hacer de hermano mayor, pero sí recomendarle algunos libros. Uno de ellos se lo recomendé por esta frase, que nunca he sabido se si fijó en ella igual que yo... o no: “en qué momento el futuro dejó de ser una promesa para convertirse en una amenaza”.

Para que te hagas una idea de mi madre: imagina a una madre andaluza, llorando a solas en la cocina. Sólo que en su cocina no se puede llorar a solas. La apatía de mi hermana se escucha incluso por encima del televisor. 
También hay un perro. Un chucho paticorto al que se le arrugó la cara y llegó a viejo cascarrabias al momento inmediato de dejar de ser bebé.
Gruñe a cualquiera que se acerca al cuenco. Como si alguien quisiera comerse acaso el pienso para perros. Se le llama estúpido a voces, al tiempo que nadie se atreve nunca a acercarse. Ridículo, después de fumarme un porro con mi padre se me presenta a la vista como un símbolo: Lucky, se llama el perro. Y sus dientes recuerdan una ley brutal: ya sé que no hace falta hacerte nada para que me muerdas, perro. No hace falta que te quiera robar el cuenco, tan sólo es una cuestión de azar y estadística que tarde o temprano me tropiece contigo.

Mi padre.
Mi padre tiene dos cicatrices en la mano, en la misma mano. La diestra. Una de ellas es del perro, que lo mordió causándole una herida de ocho puntos. Y ocho son ocho, muchos, no tantos en realidad. Ahora te cuento de qué es la otra cicatriz.
Horno crematorio” no son palabras que en realidad yo haya usado nunca para referirme al bar. Ni tampoco había pensado en una casamata como un símil de un bunker. Como decía, en mi ciudad una casamata es tan sólo una casa a pie de calle. En cambio, sí que es cierto que mi padre pasa los días ahí, sentado, mirando el televisor. Echando humo por la boca cuando dice:
De aquí, pa que me echen, tienen que venir con lanzallamas... Fíate lo que te digo...
El hobby de mi padre es afilar cuchillos.

Mi hermana y yo no solemos hablar mucho. Por teléfono, nuestras conversaciones terminan por lo general con una excusa fácil que la corte más pronto que tarde. En realidad, no la entiendo. Es algo relacionado con su voz. Habla muy flojo y muy rápido.
Mi hermana me recuerda un día de clase, en la universidad. Un profesor nos mandó hacer una redacción, esa clase la dedicaríamos a escribir. Luego, el profesor eligió alumnos al azar para que leyeran sus redacciones en voz alta. Yo fui uno de esos alumnos. Cuando leí, me dijo:
Muy bien, muy bien escrito. O eso parece. No me ha dado tiempo a decidir si está bien o mal escrito. Leíste tan rápido que... Casi parecía que no quería que se te escuchara.
En esta casa todos hablamos así de mal. Como borrachos.
Ojalá un profesor me hubiera dicho eso años antes, cuando entablillé mi habitación, el cuarto oscuro. Aquello con lo que me justificaba para coger un martillo y poner clavos y tablas de por medio no era un comprensible derecho a privacidad: es que quería evitar cualquier contacto con mi familia. En esta casa, no hay más paredes que nuestras propias ganas de no ignorarnos a gritos. 
Sería un reto atreverse a apagar el televisor.
1000 dólares, 1500 dólares... En esta casa, tras las voces, se escucha un saqueo constante. No deja de tener su gracia que suene de fondo eso después de ser desahuciados.
Se habla en números, en términos desgracia.
Esta casa es una casa sin sexo.

No puedo pasar a hablar de mi familia sin hablar de Paco. Paco es el mendigo del barrio. Se sienta frence al Mercadona todos los días, mi madre le saca un taburete en cuanto llega. Paco tiene un perro que se llama Polen. En casa, en el bar, Polen provoca a Lucky para jugar. En realidad, Polen es prácticamente el único que consigue jugar con el puto perro.
Irónicamente, mi padre es el único otro ser vivo que juega Lucky. Digo irónicamente porque la herida que le causó a mi padre en la mano le costó ser apaleado. Si fueron 1000  o 1500 no lo sé, ya me parece significativo.
Mi padre suele tener este palo cerca del sofá. El sofá está descolorido por el sudor de mi padre, que duerme y, de hecho, vive allí.
Entubar es la palabra. Pero no es tanto como si estuviera conectado sino desconectado. Conectado a humo.
Mi padre es insomne. Lo he visto quedarse dormido con una cuchara de lentejas camino de su boca. Mantuvo la cuchara en su propia mano durante casi un minuto, antes de devolverla, en sueños, a la sopa del plato. Lo he visto quedarse dormido con un cigarro en la mano, despertar. Encontrarse el cigarro consumido, dejarlo en el cenicero, encender otro cigarro y volver a quedarse dormido. Despertar, otra vez. Medio dormido, medio consumido. ¿Sabías que “desahucio” significa también, según el diccionario, “quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea”?
De ahí fue desahuciado.
La historia de la pala de tarta de bodas puede resumirse en dos palabras, granujerío y robos. No sé qué es lo que deseaba mi padre con mi madre, ni ella con él, pero a primera vista costaría decir que lo hayan conseguido.
Mi padre pegó a mi madre; quizá podría decir que mi padre “sólo” ha pegado a mi madre una vez, aunque, ¿acaso una vez no es ya significativo? Mi hermana dijo acerca del asunto que papá ya no es el que era. ¿Cobra ahora sentido para ti la cama de matrimonio vacía?
Mi madre trabaja fuera. Duerme todas las noches fuera. Cuida a una señora mayor.
Papá sólo afila cuchillo. Claro que nunca los usa, es mi madre la que se mata a trabajar, cocinando en su casa y la que no es suya. Aunque, ¿cuál es suya? El papel de cocina de "su" casa se usa tanto en cocina como para limpiar el polvo de metal de una navaja recién afilada.
Mi padre sólo se dedica a afilar cuchillos. Nunca ha usado uno y temo por ello. Porque las cosas nunca son tan malas como podrían serlo.

¿Paco? Es okupa. En la Palma, el barrio de los gitanos. Cuando mis padres fueron a casa de Paco, estuvieron apunto de vomitar.
Pero Paco tiene una vida, no está en este relato sólo para hacer el papel de pobre. Una noche nos contamos historias de cuando éramos niños, me contó que su abuela lo pilló con montón de bombones en el bolsillo. La abuela lo pilló porque hacía calor y el niño apareció en el salón con el bolsillo húmedo de chocolate derretido.
Mierda, he vuelto a hablar de él como "el pobre".
La primera vez que volví de vacaciones a casa de mis padres, bueno. ¿Alguna vez has tenido hambre y frío? Cuando mi madre me dio un bombón, agarré unos cuantos con cara de Lucky. Los llevé conmigo y quise compartirlos con mis amigos, a los que hacía tiempo que no veía.
Ninguno se emocionó con los bombones. Sólo a mí se me aparecían como un tesoro dorado, simple chocolate para los demás.
Esto es algo que sólo entiende Paco, el paco pobre. Pero el Paco pobre tiene una vida. Como pobre, le agradece 25 pavos al mes. Como Paco, se gasta la mayor parte de su dinero en polen. Con p minúscula, porque al perro en sí le compran bolsas de pienso en la puerta del Mercadona.
Al perro se le da pienso, el dueño compra polen para quedarse tonto. Dice mi padre que desde la aparición de Paco, duerme mejor.
Tiene su gracia. Mi padre no es tan pobre como Paco, pero creo que ambos esperan lo mismo de la vida.
El motivo que mueve a mi padre a fumar es el mismo que lo mueve a mirar la Mtv. Para el resto del mundo, una desgracia es un motivo para llorar, todo cuanto quieras, durante diez minutos. Veinte minutos. Treinta minutos. Mil minutos. ¿Alguien da más? Luego, sigues con tu vida. No es una crítica, es lógico. No somos Jesucristo. Al final del día, debemos descansar.
Mi padre es insomne, claro. Y además, mira en Mtv su propia desgracia. Pasando de largo. Una y otra vez. Sólo que no es su desgracia. Es la desgracia de otro. Una desgracia a modo del inventario de un trastero lleno de cajas.
Encima del mueble bar aún hay cajas sin abrir que nadie se interesa por abrir.
Dime una cosa: ¿te parece que fuerzo las cosas o te parezco honesto? Alguien podría pensar que me invento las cajas sin abrir, para que todo siga encajando con la casa de muñecas rota a patadas que os acabo de vender.
Uno puede admitir que el perro lo mordiera en la palma de la mano, ocho puntos, pero, ¿admitirías en este relato que la otra cicatriz tenga las marcas de una hoja de radial?
Para los que no lo sepan: una radial es una herramienta, de la familia del taladro. Hace girar una sierra circular. En el taller, un compañero de mi padre usaba para cortar metal.
Cuando la sierra saltó por los aires, si mi padre no hubiera interpuesto la mano, ahora le faltaría media cara.
Así que tiene la cara entera, oculta bajo grandes pliegues de pena. Y le falta un tendón. En la mano.

Puro azar. Trabajar cincuenta años de tu vida no significa nada: da igual cuánto juegues con Lucky, te puede morder igual.
A mí no me mordió. Supongo que eso resulta a mi madre tan aceptable como inaceptable el que su hijo, yo, me marchara de casa sin billete de vuelta ni dinero como para comprar un billete de vuelta. Sin llaves. Con un sobre lleno de cartas y dos libros, Trópico de Capricornio y Trópico de Cáncer. El sobre con cartas era eso. Un sobre con cartas, como si eso fuera algo que no pudiera dejar atrás.
Los libros los regalé en cuanto llegué a la nueva ciudad.
Para mi madre resultó un misterio el que su hijo fuera capaz de meter toda una mudanza en apenas una maleta. Es lógico, era mi madre. Para una madre lo importante no es lo que te dejas sino lo que te llevas, aunque lo que quede atrás sea ella misma.
Hubiera sido necesario que ardiera el mundo entero y no tuviera dónde ir para quedarme en esta casa.
Se convive sin problemas con mil misterios cada mañana siempre y cuando sean sólo los que aparecen en la televisión. Los misterios como una habitación vacía en tu propia casa, en cambio, resuenan con ecos de nostalgia, añoro y culpabilidad. Si no, que le pregunten a mi madre.

Ahora, lector, en apenas unas líneas habrás llegado al final de este relato.
Es real.
Aunque durante mucho tiempo el bar estuvo, para mí, bañado de un gris propio de las películas de ficción o recreación histórica, bueno. Es real. Por las noches, cuando yo era un crío, mi padre solía leerme cuentos Disney alternados con capítulos de la Historia universal.
Guardo en mi memoria igual a Peter Pan que Aníbal atravesando los Alpes en elefante.
No sé cuál de los dos personajes preferirás .
En cualquier caso, ¿te parecería pesado si recurro a una tercera definición dada por el diccionario para la palabra "desahucio"? En la medicina, se usan las palabras “paciente desahuciado” para admitir que un enfermo no tiene posibilidad de curación.
Mientras escribía este relato, pensé que, a menudo, algunas de las cosas que aparecen en él serían inaceptables. Demasiado artificiales. Como si me hubiera esforzado en realizar la cuadratura del círculo: que el desorden encaje en una perfecta alegoría acerca del estar donde no se debe estar.
¿Pedante?
Las palabras remiten a otras palabras que remiten a otras palabras que al final no significaban más que otra palabra...
Fuera de este relato, “desahucio” significa que hay alguien despierto a quien algo no le termina de cuadrar en su propia puta casa y se pasa las noches afilando un cuchillo.
O jugando al ordenador, a solas.
O cuidando de una señora mayor.
Mi padre suele decir que la realidad supera la ficción. En realidad, esto no aparece en el diccionario. Pero desahucio, para él, no quiere decir otra cosa distinta que me quiero morir.
Me quiero morir.
Me quiero morir.
Me quiero morir.
Me quiero morir.
Me quiero morir.
Me quiero morir.

Ahora, dime cuántos segundos tardarás en pasar de página. Tres segundos. Dos segundos. Un segundo.

¿Alguien da más?