El hombre que ríe

Y va el tío y me pregunta por sus zapatos. Mientras lo subo a la ambulancia, casi se me cae. De esas veces que te quedas en plan: ¿y ahora qué digo yo? Porque además el viejo buscó mi mirada y clavó sus ojos en los míos, todo serio. Esperando mi respuesta. Y vale que cuando empecé en este trabajo sabía que me encontraría con cosas duras, pero hay situaciones para las que no nos preparan. Como que un viejo calvo y arrugado en silla de ruedas y con las piernas cortadas te pregunte dónde están sus zapatos. Y encima que lo diga como queriendo que se los traigas. La polla. Imagina mi cara cuando después de un momento, al empezarme a aturrullar, coge el menda y se echa a reír. ¡Se descojonó a mi costa el muy cabrón! Y sigue: perdona el tropiezo de estos primeros pasos en nuestra relación, es que corro mucho en coger confianza. Menudo cachondo. Me pregunté la de años que llevará practicando la gracia, pero no creo que mucha gente le siguiera el rollo como yo: pues mira, le dije; conmigo ándese usted con cuidado, a ver si le tengo que partir las piernas. Y entonces es que pisó el freno y me miró con cara de haberle pegado un tiro en el pie, respondiéndome que tuviera yo cuidado con meter la pata; "si eso no lo digo yo", dijo, "no tiene ni puta gracia". Menuda patada en los cojones. Me quedé patidifuso, y, cuando fui a sentarlo con vergüenza en el asiento trasero, intentando ignorar el traspiés y hacer como que no había pasado nada, empieza el tío a reírse otra vez como loco y me suelta, volviendo a las andadas: ¡niño, el humor es como las piernas! ¡Que hay quien tiene y quien no! Joder. Ahí ya me dejó claro que podría haber hecho carrera de cómico, lo que todavía no sé es cuántos llantos le ha costado convertir en broma su desesperación.

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