El desierto crece

Si llega un día en que nuestras voces no viajen ya nunca más por el aire, sino a través de satélites y pantallas; cuando hayan dejado de existir los instrumentos musicales, sustituidos por el ventilador de cualquier ordenador, y el arte no sea más que el vómito de una máquina realizando el programa de autolimpieza; si las teorías de la conspiración resultan ser ciertas y alguna vez, al amanecer, no sale el sol sino que los cielos sean expulsados por chimeneas de fábricas fumadoras de campos como un cigarro que tirar después; en ese momento en que los horizontes ya no sean montañas, sino altos edificios erigidos como una mandíbula ideada por un dentista loco jugando a ser Dios con un soldador, triturando cuanto queda de libertad y virginidad en nuestro campo visual; si siguen apareciendo nuevos continentes en mitad de los mares, extensos vertederos sobre los que no se puede caminar, nadar ni volar, pues engullen entre el plástico a cualquier pez alimento de los albatros, pájaro de buen agüero que dejará de existir; entonces, en ese día en que en vez de árboles crezcan farolas en el campo, barras de hierro, como pinchos, enraizadas en la tierra durante siglos hasta que -en un momento cualquiera, cuando el Progreso se tire un pedo- la mierda salga como por los bordes de una alfombra demasiado petada de tanto esconder la basura bajo ella, bueno. Si algún día brota el fruto de nuestra soberbia, me pregunto si es posible que un arqueólogo dedicado a las religiones del pasado pudiera toparse con alguna película de Miyazaki -donde las fuerzas de la naturaleza se levantan contra la ciudad del hierro- y tomarlas por profecías, o, no sé. Relatos mitológicos. Cuentos para niños acerca de un mundo fantástico en que la magía aún se podía no ya ver, pero al menos sí imaginar.

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