Okay, let's talk about magic


Apolo

Avatar de la Ciudad, encarna los no-lugares de la urbanidad; los pasillos del metro y la cola del supermercado, un ascensor o cualquier paso de peatones, todos esos sitios donde la gente -ese enorme grupo del que todo el mundo se queja y donde nadie se incluye-, en fin, todos esos resquicios de la vida diaria donde "la gente" -que él representa arquetípicamente- pasa sin parar, sin hablar más que del tiempo o alguna chorrada similar. Es todos y ninguno, pues su voz es la del anonimato; lo has visto, pero no puedes ponerle cara. Aunque te cruces con él cada mañana nunca habéis intercambiado ni una sola mirada. Sus ojos son las cámaras de seguridad, grabando una media de trescientas veces al día a una turista -la que sea- y no consiguiendo con ello captar quién es o qué ha venido a hacer a esta ciudad. Es con él con quien estás cuando te quedas solo en un bar, y, atendiendo al murmullo colectivo, escuchando de fondo decenas y quizá cientos de voces parloteando a tu alrededor, no captas sino un sonido amorfo compuesto por infinidad de vocablos entrecruzados que para entendernos traducimos como un bla, bla, blah... No tiene nombre ni carnet, no es nadie, ¡no existe! Su esencia es precisamente el formato del DNI, el laberinto de rostros incontables -ideado por un dios burócrata adicto a los pasatiempos- en que andamos perdidos pugnando por un poquito de atención, de una voz familiar, no sé, ni que sea un gemido, algo, aún -¡por favor!- un "me gusta" en alguna red social o una noche acompañado de una desconocida con la que pasártelo bien, notificando una noche de diversión en lo que desde fuera podría parecer pasión pero que no es más que pura formalidad, una secuencia de botones, contraseña del placer.

Dioniso

Desde que llegó a estas calles, túneles y discotecas que ha llegado a conocer como ninguno pero que nunca le resultarán del todo familiar, un sueño se repite tras cada noche sin dormir: ¿qué es lo que has aprendido del idioma de esta ciudad? De la lengua de las máquinas, el alfabeto de los semáforos y los contratos, pues todo ello -los tornos del metro y el alquiler- tiene su propio orden interior, su lógica matemática y aplastante que no consiste en otra cosa que la robotización. Por aquí sí, por aquí no. Ahora puedes y ya no. Y bien, ¿qué es lo que has aprendido de todas estas puertas cerradas a la imaginación? Preguntan Michael Ende y todos sus personajes de ficción. La respuesta pasa por la hospitalización. Explorando -por simple curiosidad- los límites de la realidad, este chamán urbano -que bien podría ser la reencarnación arravalera de Jim Morrison, el de los The Doors- esclaviza su arte ocho horas al día y dedica las noches a despertar, metiéndose rallas sobre la Historia interminable o la caratula de cualquier cedé. Mestizo de la cuadrícula del Eixample y la locura heredada de substancias más antiguas que la razón, trabaja como ilustrador haciendo juegos para Fabebook o la Intranet de BBVA tras un buen desayuno de leche canábica y un porro o dos. Cínico, sin tomarse en serio nada de cuanto le rodea, vive como el equivalente de un parque o un jardín; en mitad de todo el acero, números y órdenes por control remoto del que forma parte como el que más, su voz suena a carnaval. Músico ambulante que no cobra por cantar, pregona la libertad como un místico de la alegría en la puerta de cualquier bar, sin pensar en la resaca que tendrá cuando comience la jornada laboral -cárcel de sus alas siempre deseosas de bailar al son del Raval- mientras disfruta de enamorarse una noche más, una noche cualquiera, de quien sea, pues siendo un triste desencantado -tras morir de amor- uno puede permitirse el lujo de renacer sin conocer ya odio ni amor sino dedicado tan sólo a gozar. Bastardo de Henry Miller, búho de tres ojos, animal nocturno que no ve sino con el corazón. Llorón solitario, alcohólico sin futuro, no tendrá nunca un nombre pero siempre una sonrisa para quien se siente a su lado.

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