El amor puesto en un plato servido en silencio para no interrumpir la televisión

Una mujer, cenando con su hija. Comen algo sencillo, de su país, frijoles o no sé. Amor diluido en rutina con un poco de televisión. El silencio entre las dos sólo es interrumpido por el masticar, delatando con su monotonía la misma pesadez que se oculta tras las repetidas frases de siempre, esos clichés en que cayeron cuando murió la comunicación. Ahora miran la tele, sin más, sin darse cuenta de que es la excusa perfecta para seguir masticando, sin hablar, pareciendo casi hasta natural. Y entonces es que suena el móvil, número desconocido. La madre baja el volumen del televisor, responde al teléfono, y, tras el "haló", escucha la voz de su jefe. "Sabes que no te puedo echar", le dice él. Y sólo el timbre de voz ya le suena como si rayase un plato con el tenedor. "Así que te haré la vida imposible, hasta que te vayas tú". Y lo suelta tan pancho, con la boca llena, provocando que a la pobre mujer se le atragante la cena y le falte el aliento, la chica en pie  dándole palmaditas en la espalda, Jesús, María y la Virgen y ella tose que te tose, asfixiada de ese modo en que le falta el aire a la gente que lleva la vida entera tragando mierda, joder, hasta que como por un milagro consigue escupir. Victoria agridulce que únicamente atestigua la niña, pues cuando la respuesta llega al teléfono ya no hay nadie al otro lado con quien hablar, sólo la cría, que escucha a su madre decir: "mira, yo tengo una hija que alimentar". Y los ojos le brillan pero no por la emoción, sino llorosos por la tos; "yo tengo una hija y no me voy a dar de baja, ella vale más pa' mí que toito to' lo que tú me puedas hacer pasar".

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