Barcos de papel que son cartas de amor en los ríos del tiempo

El dios de las pequeñas cosas. Cuando me encontré con ese título en la biblioteca pensé que si ese dios existe debía ser el encargado del brillo del metal, el sabor de los macarrones; esas cosas al estilo de las hormigas, a las que nadie hace ni puto caso pero que mantienen al mundo girando. Como el conductor del autobús, un tipo al que nunca saludas pero que si se pone en huelga te jode el día. La cosa -que es a lo que venía todo esto- es que no leí el libro, pero el título se me quedó en la cabeza y me asalta a la memoria justo ahora, en este momento en que estoy sentado junto a H. en un puente.

Llevamos toda la noche de bar en bar, bebiendo y bla blah. Bailando y dando vueltas entre tanta locura y velocidad; nuestros cuerpos están marcados por la diversión: hay todo un pintalabios desparramado bajo mi camiseta; en el cuello, la marca dejada por sus dientes. Las bocas nos huelen a chupitos, esos a los que nos invitó la camarera uno tras otro, otro y otro más, hasta que ya ni sabíamos qué es lo que bajaba por nuestra garganta, sólo sentíamos magia y diversión. Y luego alguien que propone ir a otro sitio, y como no tengo un duro para la entrada -ni para casi nada- le digo que ojalá, pero él insiste; me quiere invitar. Está tan contento como yo, y cuando estás contento sobra cuanto tengas en la cartera. Y así vamos a otro sitio, el desconocido que paga y nuestros amigos y quien se apunte y H., la tía a la que me quiero tirar. Y vamos a un bar, una discoteca, una plaza, a donde sea, corriendo y saltándonos la cola y dejando a todo y todos atrás, hasta que al final nos quedamos los dos solos y se hace de día con el río corriendo bajo nosotros. Seis días a la semana siendo una mierda andante reparte-currículums y una noche en la que estallar. Y luego de vuelta al cauce, a los raíles de la normalidad. 

¿Y quién es H.? La conocí hace varios fines de semana; la vi en la biblioteca y luego me la encontré en un bar. A mí me atrajo su peinado y a ella, bueno. Que leyera Dostoievski y no sé qué más. Esa noche la pasamos juntos y el día de después me presentó a su pareja. "Hola, soy su novio", me dijo él, y al instante siguiente -mientras me preparaba para el puñetazo- continuó diciendo que no pasa nada. Que lo sabía pero que no pasaba nada; al fin y al cabo, él tenía más claro que yo que los besos de su novia sabían a despecho.

Y esta noche nos volvimos a encontrar, de casualidad. De bar en bar, como siempre. Hasta que llega la despedida -con todo cerrado ni saber a dónde ir- y ella parece querer algo más que un simple adiós; "llévame a una casa", me dijo, "llévame a tu cama", me miró. Pero yo no tengo donde llevarla. No tengo casa a la que volver. No puedo permitirme un alquiler normal ni una relación normal ni un polvo normal con alguien que no tenga un novio al quien quiera hacer rabiar, así que, sin querer despedirme de ella pero sin poder hacer nada, la engaño y paseamos hacia algún supuesto lugar, no sé ni cuál. Y así llegamos al puente, donde le confieso que no la estoy llevando a ninguna parte, que sólo damos vueltas, y, rota la noche, esa cadena formada por un bar tras otro, nos sentamos allí en mitad, en el aire, amaneciendo sobre nuestras cabezas mientras las calles aún están dormidas. Nos sentamos allí sin dejar de mirar el río, contaminado y con espuma de colores que parece jabón. Las agujas marcan esa hora en que se acaba la noche pero sin que todavía se pueda decir que sea de día, y, con nosotros en medio, en un puente, viendo bajo nuestros pies el cauce del río pero sin mojarnos, sin hacer nada de película como besarnos o algo así, en pleno centro de la ciudad y escuchando más pájaros que coches, e entonces es que me acuerdo del dios ese de las pequeñas cosas. Esas tonterías sin importancia sin las cuales no podría vivir, como la mirada de una chica de paso que no me quiere y a quien no amo pero que se sienta a mi lado.

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