La televisión no lo filma

Rafa y yo vamos paseando por ahí, de madrugada, a esa hora en que la calle huele a pan, horneándose la energía necesaria para que la ciudad funcione durante el día. No tenemos pensado ir a ninguna parte en especial; total, no tenemos nada que hacer, ninguna obligación por la que madrugar. Vaya, que somos dos niñatos esquivando prostitutas, esos expendedores de decepción que nos intentan seducir con cuanto siempre hemos deseado, recorriéndonos el pecho con caricias que no buscan sino nuestra la cartera. Dos críos que piensan en términos de mirar la tele o abrir los ojos a la noche, donde todo sale a la luz; esa noche que todo lo exagera y donde la vida se convierte en hacer zapping de una imagen publicitaria a otra, esa pantalla del televisor que ilumina nuestra anónima soledad con el reflejo de la teletienda o el porno con el que nos pajeamos. Me dan ganas de gritar, gritar y despertar a todo el mundo por el simple placer de hacerlo. Me gustaría saber en qué piensa cada persona al levantarse por la mañana, espiarlos y averiguar si reciben un beso al despertar, que dicen que anima mucho y nos ahorraríamos un montón en psicólogos y pastillas. Quizá es eso lo que motiva a este par de idiotas a pasear durante toda la noche, charlando con un porro en la mano y algo sospechoso sonando en el bolsillo, un grito contenido en el tintineo producido por los botes de spray.
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Llegamos a un parque. Un pequeño parquecito de barrio; tobogán, algunos columpios y un poco de espacio libre consistente en el hueco que queda entre dos edificios. Yo jugaba aquí de crío, dice Rafa. Jugaba al fútbol por las tardes, contra esa pared. Esa era una portería y la otra aquellos dos árboles de allí, al lado de la carretera, así que la mitad de las veces el balón acababa estrellándose contra algún coche.

Al principio nos reuníamos aquí para jugar al fútbol, me cuenta, pero luego fue viniendo más gente del colegio. Así fue como conocí a mi primera novia. Hasta que empezaron a quejarse. Los del restaurante ese de ahí, dice; utilizábamos su pared trasera como portería. Se quejaban de que íbamos a romperla. 

Nosotros teníamos entre diez y trece años, la pared era de ladrillo y mármol. Y decían que la íbamos a romper a balonazos, con nuestras pelotas baratas. 

Alguna vez hasta llegaron a rajarnos el balón, menos mal que costaban una mierda. La cosa es que casi todas las tardes acababan echándonos de allí. El partido duraba lo que tardaban en hinchársele los cojones. Y así durante meses, hasta que finalmente pusieron unos maceteros enormes en mitad del parque. Pusieron unas mierdas de un metro de ancho con el logo del ayuntamiento y ya no teníamos espacio para jugar al fútbol. 

Hace mil que pasó eso y el restaurante y los maceteros todavía siguen ahí, como jardines en miniatura. Trocitos de naturaleza transplantados a la ciudad para darle color a lo que no lo tiene; un poco de aire y vida a un parque donde no se podía jugar.

Hablamos de eso mientras nos columpiamos, como dos tontos con síndrome de Peter Pan. Como dos chavales que pasean de noche con un spray en la mano.

Dibujamos una portería, en la pared. 

En la pared de mármol, la pintura va a durar más que sus maceteros. 

Pintamos una portería y un balón en la esquina, desinflado. 

Que se jodan.

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Seguimos paseando, atravesando una de las calles más emblemáticas de la ciudad. La que sale en las guías turísticas, vestida de gala con luces de neón, montón de comercios y amor del que se paga. Respirando humo, aspirando, expirando, la marihuana hace que seamos un poco más conscientes de todo eso que normalmente hacemos sin darnos cuenta. Andamos y fumamos y charlamos y llegamos a la esquina donde siempre estaba aquel mendigo. Todos los días, a todas horas; pasabas de día o de noche y siempre estaba ahí tirado, como un trapo viejo.

Un residuo escuálido, peludo, feo y asqueroso de un hombre que ya no era hombre sino parte de la decoración. Un engranaje más de una máquina que pone a nuestra disposición gente sin techo a los que dar limosna para tranquilizar nuestra conciencia, para no tener que pensar que los zapatos que llevas los ha fabricado uno de esos negritos que sale en la tele justo antes de que cambies de canal. Tirar una moneda en una lata, qué fácil es sentirse bien.

Y ni siquiera hacemos eso; yo pasaba por esta esquina a diario, de camino al trabajo, y nunca vi a nadie acercarse a él. Ni para darle dinero ni comida ni para hablar ni para nada. Tanta gente desfilando ante ti cada día, pasando de largo. Imagínate. Hasta que un día ya no estaba él, sino un dibujo suyo, unas flores y una nota.

Antonio, ponía que se llamaba.

Y murió de frío.

Resulta que uno tiene que morirse para que te demuestren cuánto te querían.

¿Qué ocurriría si en vez de adornar tumbas dedicáramos un momento al día a mejorar la vida de alguien? Vale que la calle está llena de gente loca y enferma que no se deja ayudar, pero es que nosotros parecemos un montón de gente loca y enferma que ni si quiera se para a ayudar. 

AQUÍ VIVIÓ ANTONIO, pintamos.

Y que sepáis que su comida favorita eran las magdalenas, y la mía también.

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Nos encontramos con un nosequé de estética, uno de esos sitios con un montón de remedios para ser una Barbie. Una tienda empapelada con carteles que te venden la belleza como la solución a todos tus problemas. A Rafa y a mí nos llama la atención una foto en especial, la foto de una mujer. La foto de una mujer que casi parece de plástico. El nuevo monstruo de Frankenstein, una muñeca hecha a base de recortes: labios, tetas y maquillaje; silicona, liposucción y mascarillas.

La imagen que siempre quisiste tener, ahora al alcance de tu mano.

Una cara que no sonríe ni llora ni nada, sólo está ahí. Como un maniquí, luciéndose. No tiene imperfecciones, ni granos ni arrugas, ni un solo lunar siquiera; la piel es lisa, tersa y blanca, tan fría como su expresión. Está más allá del sufrimiento del común de los mortales.

Rafa y yo agitamos el spray mientras seguimos con la broma, imitando a un anuncio cualquiera: 

Si alguna vez quisiste besar a un tío con los labios de Brad Pitt, aquí tienes la solución. Si te echas la crema que anuncia conseguirás tener su cara.

Tú también puedes.

Las manos suben y bajan, haciendo sonar los sprays.

Si de joven llorabas frente al espejo porque pensabas que eras fea y que no le ibas a gustar a nadie, tranquila.

Ahora todo tiene arreglo.

Un susurro se escapa del bote, manchándole la cara y las tetas.

Si antes eras frágil y no te querías ni tú, no te preocupes.

Ya ha pasado.

La pintura resbala por el póster, como un lefazo. Contemplamos nuestra obra:

TÚ ERES MÁS GUAPA

Se lo escribimos a todas las mujeres que pasen por delante de la tienda. Tú, tú y tú también. 

No tenéis por qué imitar a la de la foto.

No quiero ser perfecto, quiero hacer de mi cuerpo una obra tallada en cicatrices. Quiero morir de usarme.

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