Jaula para muertos

Mi nuevo empleo: atender que los deseos de unas huchas andantes se cumplan; si quieres más salsa, pues más salsa. Si es lo que usted desea, doble ración de colesterol para las venas ya atoradas que se anudan en su estómago, caballero. Yo sólo cumplo órdenes: si quiere suicidarse, yo sólo haré de gatillo; si quiere apretar, usted mismo. Soy camarero, y cuando llego al restaurante -uno de esos caros y con premios- me muevo de un lado para otro, uniformado y con la mejor falsedad que encuentro en mi repertorio de máscaras; una sonrisa y un café, señor. Y luego de nuevo a correr, recoge platos y métete en la cámara de frega platos, para que parezca que hago algo, aunque no sepa qué hacer y quiera verlo todo arder; necesitaba el trabajo urgentemente y mentí en el currículum, pero en realidad en mi puta vida he sido camarero. No tardarán en echarme, pero hasta entonces haré de actor; fingiré que sé lo que hago mientras le tiro un café encima a alguno de esos viejos, esos caballeros con sus esposas e hijos consentidos, todos bien vestidos y con tan buena educación que son incapaces de comerse el filete un poco rojo, panda de carroñeros que nunca matarían al bicho que se tragan y que no serían capaces de metérselo en la boca si lo hubieran visto despellejado, antes de ser troceado y cocinado.

Al principio iba a las entrevistas de trabajo con miedo de que me pillaran, como si hubiera un crimen que ocultar; me presentaba y tomaba asiento aparentando tranquilidad, como en un interrogatorio donde temía que descubrieran todas mis mentiras, toda esa experiencia que tuve que inventar tan solo para que aceptaran recibirme. ¿Así que has trabajado en dos cafeterías? Así es, digo, y mientras cuento mis peripecias me río interiormente al pensar que sólo le pedí a un colega que me explicara cómo usar la máquina de café. ¿Y seis meses como vendedor? Sí, tanto a puerta fría como en un stand, además de haber sido teleoperador. El trato con el cliente es lo mío, le digo, aunque en verdad nunca haya durado más de un mes en cada trabajo. Generalmente me voy antes de que me echen, y me pregunto cuánto duraré en el Corte Inglés. Ese fantástico lugar donde puedes conseguir todo lo que te hace falta para tu felicidad. Ya te conoces la película, así que no me voy a enrollar.

El primer día ponen una bandeja en mis manos temblorosas y me muevo arriba y abajo, haciendo como que soy el pilar básico de la sociedad. Cada vez que llevo la cuenta a alguien, preguntándoles si desean algo más, rechazan con un ademán, como quien apaga un televisor; como mucho, un “no gracias” sin mirarme a la cara. Un gesto de superioridad en el que quedo relegado a mero auxiliar; un instrumento, pues aquí son ellos las personas de verdad y yo un botón, la herramienta que les sirve para no quemarse las manos. Un apéndice o una muleta. Hablo de esos a los que miento haciéndoles de sirviente y que me parecen personajes de ficción, franquicias comerciales para quienes todo esto del éxito no es un premio sino una rutina. Un día se me cae la bandeja con todo -plato de salmón y ensalada y copas de vino pan- encima de una vieja moderna, y, mientras tiemblo de los nervios, en el fondo –por dentro- me alegro de haberla liado; veo la cara de miedo y asco de la tía gorda con el pelo morado y pienso: es lo más emocionante que te ha pasado en toda la semana, deberías darme las gracias. Claro que al instante siguiente mi cabeza vuelve a su estado normal, como si no hubiera pensado nada de eso; agacho la cabeza y vuelvo a ser unas pinzas o un condón, una servilleta para que no se manchen al correrse. Personal de usar y tirar. Me pregunto si alguna vez han hecho algo con sus propias manos; si alguna vez se han han sufrido quemaduras o si se han cortado, más allá de un videojuego. Construido algo sin manual de instrucciones, algo que esté ritualizado en cinco cómodos pasos sin intereses. Atar algo roto con una cuerda, algún cachivache inventado por ti. Hacer un fuego fuera de la zona de camping, arder fuera del lugar habilitado para ello. Gritar. Me pregunto si la gente grita, así, porque sí. A las nubes y a los cielos. Ya nadie madruga para mirar el cielo.

 Y claro que al final me despiden. Mi jefe me llamó a última hora de un día cualquiera, diciéndome que van a dejar de requerir mis servicios, poniendo esa cara genérica de todos los jefes y que pide a gritos un puñetazo. Quisiera tenerlo frente a mí sin ningún contrato que lo proteja, al tiempo que, en el fondo, consigue que me alegre de ser un fracasado, pues cuanta más mierda me echan encima más ganas tengo de gritar, saltar, bailar. Por eso cuando me despidieron del restaurante reía tanto mientras me meaba en las taquillas de mis superiores, pues nunca había sentido tanto placer con una simple meada. Gracias, cabrones. Manada de infelices que no dejan de discutir con el resto de la mesa mientras que no usan su cuerpo más que como un contenedor donde tirar toda esa comida por la que tan caro pagan. Luego levantaros la camiseta frente al espejo, a ver si seguís estando ahí. A veces necesito tocar algo. Asirme a algo duro, estable. A un pedazo de "realidad". Miro a mi alrededor y veo un mundo ergonómico, construido para que mis manos encajen en él. A veces me apetece ser un mono, usar mis manos para subir a los árboles y golpear cosas con un palo. No quiero que lo único que sujeten mis manos sea un mando, vivir a través de una pantalla. Manejar un personaje de televisión y hacer a través de él lo que no hago yo. Basta. No quiero ver películas, quiero vivir yo y luego se acaso que me vean a mí.

1 comentario:

  1. Pues yo te las enseñaría, porque tu blog me pone cachonda. No sé porqué, simplemente me gusta la manera en que ordenas las palabras, te imagino hablando con ese tono medio cabreado, medio que te da todo igual, o al menos es la impresión que da.

    Yo fui camarera un año en un restaurante pijo de mierda, de esos que tienen 4 tipos de copas diferentes y hay que enseñar el vino antes de abrirlo y limpiarles los mocos a los clientes... una pasada. Que les jodan a todos, bien por nosotros que aun estamos jodidamente vivos.

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