Un día va y se te rompe el futuro

Una vez empecé una novela acerca de la fugacidad, el desarraigo y todas esas palabras que no uso en mi día a día aunque mis amigos se marchen de la ciudad, que es lo que hubiera ocurrido en los capítulos si al final no la hubiera dejado casi antes de empezar. Como todos esos planes de futuro que se rompieron demasiado pronto y tras los que ni siquiera te da tiempo a soltar un "¿ya?", sino sólo a emborracharte, adelantándote a la próxima vez en que todo haya vuelto a cambiar y te despiertes en otra cama -quizá con otra persona, distinta a la de antes; quizá en otra ciudad, distinta de la que nunca imaginaste-; es curioso que, tras todos esos momentos de felicidad -un fin de semana, dos meses, lo que dura una amistad- uno sólo pueda coger una botella de vino y echarse a reír, porque empiezas a comprender que todo se rompe y se muere pero que, ¡bueno! Tampoco importa demasiado. Sólo puedes decir sí a otra copa más, porque sabes que pronto la botella también se vaciará y sólo quedará el haberla exprimido hasta la última gota antes de que tengas que volver a decir adiós. Espero no tener nunca tiempo para escribir esa novela, pues ello significaría que las mujeres a las que quise y los amigos con los que viví dejaron de irse y eso sólo puede ocurrir en un mundo muerto donde ahora no tuviera que irme a otra parte a otra fiesta a continuar con esta absurda cadena de esperma, sangre y diversión, adiós.

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