Gatito

Desorientada, arrastrando el cansancio de todo un día, nuestra protagonista sube al vagón de metro y posa la canción que lleva en la cabeza contra el cristal de la ventanilla. Cierra los ojos, dejándose mecer por ese ronroneo del traqueteo que a veces chirría, arañando sus oídos con el bufido.
De costumbres discretas, suele sentarse donde no hay nadie al lado y, a veces, tras esconder la vista en un libro o un rincón, se queda dormida y sueña.
A menudo no despierta hasta ya bien dejada atrás su estación.
Vuelve de clase o del trabajo, no me sé esa parte de la historia y tampoco importa, pues nada en ella destaca más de lo normal. Sólo tiene una manía, una pequeñez, y es que cada noche coge una línea distinta. Una diferente combinación de metro, autobús o tren. Dirección a cualquier estación al azar. Como si ese fuera justo su destino deseado. Su modo favorito de volver a casa: despertar por algún sonido casual, perdida.
Quizá lo que la trae de vuelta al mundo es una voz, alzándose por encima de lo normal. Intentando ser escuchada al otro lado de un teléfono, a través de las interferencias, colándose por entre el ruido del vagón y los silencios del mp3 hasta llegar a los oídos de la chica...
Mi, ra, u, mew.
Y podría ser igual un maullido que un "mírame".


Retrasa el momento de llegar a casa, caminando el último trecho bajo la tormenta y sin más paraguas que su canción (ra, ta, ta...) y el recuerdo de su despertar, aquí allá. Rodeada por las huellas de cuantos pasaron por su lado sin que los llegara a escuchar. El agua de lluvia que el mundo llevaba pegado a los zapatos, apenas una estela fantasmal.
¿A qué le tiene miedo esta niña?
Escondida bajo las cornisas, esquiva sus propios pasos como si se quisiera perder, o, tal vez, evitar que la encontrasen. Nerviosa, huye de su propia casa al tiempo que se acerca cada vez más, dando vueltas en espiral. Si la pudiéramos ver desde arriba, aguardando cautelosamente desde algún saliente, para no espantarla, veríamos que dibuja pasito a pasito una soga hecha de calles, bares y esquinas por entre las que se escabulle, perseguida por su propia silueta vacía bajo la lluvia, sin conseguir dejarse atrás.
Clava sus llaves en la cerradura del portal, sintiendo en sus huesos empapados cómo crujen los dientes de metal, un cepo donde hundir su indecisión... Esto, ¡eh! ¡Espera!
¿Qué ha sido eso?
Ah, no. Nada, perdón.
Le pareció que sonaba el móvil, pero sólo era ella. Temblando. Resuena en su cuerpo el eco de un vacío que la persigue, acosándola en el metro o en sueños, por todos los rincones de una vida sin adornos, sin luz apenas ni ningún recuerdo de color.
Vive en el quinto, llama al ascensor y espera.
Y sube.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Para cuando llega arriba, se pregunta: ¿es que debía de suceder algo?
Nada.
Empuja la puerta de su casa, con rutinaria normalidad. La misma rutinaria normalidad del día a día por la que olvidó cerrar las ventanas por donde ahora corre furtivo el aire, pegando un portazo en el baño, en la cocina. Pum, plaf, joder. Los suelos están llenos del agua que se ha colado a hurtadillas.
Con la espalda contra la puerta, apenas se atreve a asomarse pasillo adentro, al interior de su propia casa. ¿Qué coño pasa, es que está loca o alucina? Siente una presencia que la acecha, felina, atravesando su cordura entre un portazo y un suspiro.
Conociendo la respuesta de antemano y tiritando aún de frío, nuestra chica se asoma a la mirilla, a la oscuridad, como pidiendo ayuda, y grita en silencio... ¿Hay alguien ahí? Como llamando a la puerta del revés. Sin obtener más respuesta que el estruendo de una nube estrellándose contra el ventanal, un tintineo que bien podría ser la lluvia, sin más. Una gota que resbala por la mejilla de su reflejo en un cristal. O, no sé. Las pisaditas de un gato obsesivo.


Se desnuda rápido, con ansias, dejando tras de sí en el pasillo su abrigo, pantalones y un reguero que más tarde tendrá que fregar.
El grifo de la bañera se derrama como un caño de cristales partidos mientras se termina de desnudar, disfrutando del primer momento íntimo del día. Por fin, adiós al sujetador. Tira las bragas en una esquina, levantando con ellas una nube de vapor que ciega al espejo. Una nube que la rodea en un abrazo incorpóreo al que ella responde agarrando el mango de la ducha, que, con la pasión de un amante, escupe sobre su cuerpo un chorro de agua caliente regulable a distintas intensidades.
Nuestra chica se acaricia un mechón, sin sorprenderse a sí misma cuando, al bajar, se detiene en un pezón, agarrándose luego una teta y, por último, abriendo el capuchón para escribir una poesía recitada a gemidos. Relato por el que entre líneas se cuela un gato, un gato, sí. Maullando en sus fantasías, igual en celo que bufando, desde el otro lado de la imaginación. Como si conviviera con ella, pared con pared. Sin mostrarse más que a través del miedo, en un escalofrío que parte desde abajo de la columna vertebral y la recorre, hasta la nuca. Erizándose el vello sin que nadie la toque.
Cuando sale de la ducha, con el orgasmo a medias, aterrorizada por lo que no fue, el espejo chorrea de sudor y le devuelve la imagen de su placer convertida en soledad.


Antes de dormir, se prepara algo fácil y rápido de comer. Algo sencillo, lo que sea; su plato favorito, tan para una sola que no se lo pondría a nadie más. Una de esas ensaladas que venden envasadas, por decir. Con el cariño que una le pone a las cosas cuando quiere acabar, terminar ya, limpiarse las manos e irse a dormir como si aquí no hubiera pasado nada... Así, la aliña con aceite, un poco de limón y le echa algo de albahaca por encima, para darle el toque. Y remueve. Y se encuentra entre el canónico y la lechuga una mosca muerta.


Lluvia. Lluvia es cuando lloras y hablas con el gato para no hablar sola.


Miso, miso, ¿hay alguien ahí?
Ven. Ven, que todo está en paz... Ven, te enseñaré dónde la lengua raspa mejor.
Siento que me odias, ¿no te das cuenta? Siento que me odias. De verdad, siento que me odias. Aunque gracias por estar siempre ahí, excepto cuando las cosas se complicaron y al echarte, te fuiste.
¿Por qué me mentiste? No, sólo te ocultabas por miedo, ¡pero, miedo a qué! ¿Quién soy yo para ti? Abrázame. Una última noche, ven a dormir conmigo, una vez más. Ven conmigo a la cama, sin que se te retuerza la mirada. Mírame a los ojos, gato de mierda, qué haces restregándome así el rabo entre las piernas. ¡Qué tierno que quieres quedar, y te babean hasta las pupilas!
Márchate, haz lo que te dé la gana pero a mí me dejas en paz, cabrón. Me haces daño, deja de arañar mi vida entera.¿No te das cuenta de que no te puedo olvidar?
Te quiero, te quiero.
¿Te crees que esto está siendo fácil para mí?
Por favor, deja de maullar. ¿Sabes lo que se siente al matar un gatito, eh?
¿Qué, se, siente, al, matar, un, gatito?
¿Te haces una idea?
Siento que asfixio algo tierno en mí diciéndote adiós.






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