Lago de ceniceros

Quién sabe a qué edad, el viejito se sienta donde calcula, más o menos, terminó tantos paquetes de tabaco. En lo que en algún día fue una plaza derruida, más tarde escenario del fin y, después de nunca, un vacío por entre el que sólo destaca una arrugada cicatriz. Apenas el humo de un último cigarro.

Desfilaron por este arco del triunfo banderas de todos los colores y fue también, algún día, un callejón oscuro testigo de amores rotos, eco de borracheras. Una pared manchada tanto por alegría como salpicaduras de odio, brindis de cava y sangre derramada. Un camino hacia ninguna parte del que únicamente quedan ya cenizas, las colillas dejadas atrás por un viejo que pasea lentamente, destino a consumirse él también. Sin prisas, saboreando cada calada a sabiendas de lo que le espera.

Como dedicatoria, el final de los tiempos ha dejado en este más allá, pensando en el viejito, un sillón roto y con la espuma por fuera. De un color olvidado, a juego con la llama que sobresale de sus labios. Una pira en mitad de un lago de ceniceros donde arden, en lo que dura un pitillo, las respuestas a por qué el odio, cómo aún el amor. La sorpresa que se da uno mismo, tras el desencanto, enamorado una vez más.

A medias entre dos mundos, los ojos de este viejo desentrañan en el humo los horrores capaces de parir una guerra, la lucha de la que nacen los hijos. Medio ciego, pero no loco, ve en sus manos un espejo. Una muerte anunciada, envuelta en papel de fumar por su propio pulso y sin temblores. Curtido ya por mil golpes, mil besos, comprendió que la vida no es un regalo que desenvolver aburridamente hasta llegar al obsequio, en el interior. No. Por eso es que fuma, sin más, tras haber llegado más allá de todos los arcoiris y comprendido, en su final, que tras el final no hay nada, nada más que humo. Pero bueno, a él le gusta fumar.


Es fumador desde siempre, aunque recuerda pocos cigarrillos en concreto.


Aspira en este último pitillo el mismo olor de los primeros, aquellos que parecía que nunca iba a repetir. Esos que no fueron los más intensos, ni siquiera los más emocionantes y, ni de lejos, los más tiernos. Pero sí los primeros, que verdaderamente nunca repitió.
Aún le duelen aquellos otros que más tarde le apretaron el pecho, entre asfixia y tos. Chimenea de crematorio, fumó durante muchas noches en vela, quizá en la puerta de algún hospital o en la antesala del desamor. Ante una muerte o un hijo. Se deja seducir, aún, por esas curvas en el aire, volutas por las que pasea sus dedos, acariciando el anhelo de alguna antigua amante. Nostálgico de un futuro imposible ya. Momentos inmejorables tras los que vinieron aún otros muchos cigarros, distintos, también en momentos en que compartía almohada con el segundo, tercer o hasta el cuarto amor de su vida.


Le viene a la cabeza una anécdota, algo que sucedió, más o menos, después de darse cuenta de que él también era capaz de hacer daño, herir a alguien a quien amaba. Pero aún un poco antes de dejar de creer que a él las cosas le dolían más que a los demás. Por ahí entonces, un año arriba o abajo, recibió una carta de alguien del pasado. Alguien con quien hizo y deshizo, a lo largo del tiempo, robándose sonrisas mutuamente que más tarde se devolvían adornadas. Lo siento, te quiero. Sé que te hice daño y lo volveré a hacer. Y tras la separación, que no olvido, llegó esta carta.
Espero que me recuerdes, decía.

Apenas una frase que lo empujó a levantarse de la silla, no el sillón donde muere ahora, sino aquella silla donde se sentaba años atrás, a tomar el café, fumar y leer. En casa, que no era su casa pero era donde vivía. Con su familia, que no era una familia pero era la suya. Leyó esa frase y salió disparado, hacia la ventana, asomándose al patio de interior. Sacó un cigarrillo instintivamente, con un golpe seco automatizado. Lo encendió. Primera calada, larga. Honda. Hasta lo más profundo. No está tan seguro de recordarlo como de imaginarlo. Total, ni siquiera se pudo ver a sí mismo. Quizá lo que realmente sucedió después quede perdido para siempre en el olvido, pues de ello sólo guarda en su memoria una vaga expresión. Echó el humo, eso lo tiene claro. Y que rellene quien pueda, si así se desea, el hueco que queda entre la sonrisa y el suspiro.


Viajó, viajó mucho y a veces, sin la seguridad de volver. Viajó con la casa en la maleta y a llanto tendido, puesta la vista, con pinzas, en un horizonte que siempre parecía lejos, aunque no tan lejos si pensaba que no tenía adónde volver. Ningún país es tan extranjero si no se tiene trabajo, si no se tiene hogar.

Recuerda con gracia aquel primer paquete de tabaco que compró en un idioma que no era el suyo y que más tarde hizo suyo, jugara de pequeño en la lengua en que jugara. Ensayó las palabras y al bajarse del avión, aún sin salir del aeropuerto, se dirigió al mostrador más cercano y pidió, un poco torpe, con nervios de juventud, un paquete de tabaco y un café. Sabe que pidió un paquete de tabaco y un café, pues así lo decía el ticket. Lo guardó, de hecho. Como recuerdo. Seguramente soltó también aquella frase que había practicado. ¡Excelente, fantástico! ¡Gracias! Tras eso, supone, recogió el cambio o dejó propina y salió a fumar. Y si terminó el piti o lo dejó a medias es algo que no importa, lo que hace que recuerde este cigarro es que, tan expectante por todo lo que le esperaba, una nueva vida y demás, etc etc,  ¡en fin! Se había marchado sin tomarse el café. Se le olvidó, sencillamente.


A menudo, el placer de fumar pasaba por sus labios sin que lo llegara apenas a oler. Cuando se fuma mucho uno no llega siquiera a saber cuántos fuma al día. Un paquete, dos, podría decirse antes de irse a dormir, sin poder decir si fumó o no tras salir del baño, a eso de las tres. A menudo, como con los deseos vacíos, una conversación insincera o un placer que en realidad no se anhela, se fuma porque sí, sin más. Como quien pasa de largo, sin percatarse de que vive. Sin mirar el cielo a través del humo, que con el sol o la luna de fondo pasa de ser humo a un bello paisaje en el que detenerse un poco, un momento. A besar a alguien o fumar como por primera vez, por qué no.
Fuma si quieres, le dijo su padre una vez. Pero hazlo bien, traga el humo y saboréalo.


Con el tiempo, las anécdotas se suceden en su memoria agolpándose, mezclándose unas con otras y dejando, entre ellas, aros de humo que siempre quedarán huecos, vacíos. Por ejemplo, pareciera que todos los cigarros de una época se mezclaran en uno solo. Eso es lo que le ocurre con aquella chica, con la que volvió a fumar, tras dejarlo durante años. La imagina siempre con un eterno cigarrillo en la boca, aunque es obvio que no podía estar siempre fumando.

Tampoco podría decir en qué momento exacto empezó a fumar, sólo a partir de qué momento podría decir que ya estaba enganchado, fumando a diario. Aquella noche, aquella en particular, en que esperó a su chica, su chica de entonces, en el portal. En el portal de ella, fumando y pensando.
Algún día bajará.
Porque algún día lo haría y allí estaría él. Al menos mientras le quedase tabaco.

Y bajó, cómo no. Cuando fue ella la que ya no podía pasar ni un minuto más sin fumar. Y la retuvo, vete a saber cómo. Con mono ella y él, durante una hora o dos, echándole el humo en la cara al no parar de hablar, ni un instante. Le dijo todo lo que tenía que decir, mientras ella lloraba a veces y también reía, igual de enfadada que con ganas de perdonar. Conquistada, coloreando juntos el humo con la mirada.

Luego fue a él a quien se le acabó el tabaco, dijo de irse. Ella le propuso subir a dormir. Una última vez. Fumaron hierbas prohibidas, una vez y ya está. Sin que se fuera a repetir. Compartiendo el placer de fumar de boca a boca. Siempre queriendo uno más, un poquito más, ni que sea. Siempre insatisfechos.


Este viejo siempre supo que fumar era algo malo, el cansancio atacaba a sus pulmones, cada vez más negros y enquistados de tos. Fumaba a sabiendas de que su vicio lo acabaría matando, lenta o rápidamente, a modo del cáncer o haciendo de sus pasos apenas un rastro de humo donde cada vez hubiera menos a lo que agarrarse.
Como con esta amante, con la que tanto disfrutó del amor, un amor cancerígeno que hizo sufrir a los dos. Un amor imparable, obsesivo y malsano con el que aprendió, en fin. Que con querer no basta. A veces no basta con querer dejar de fumar. A veces no basta con sencillamente querer seguir juntos.  A veces, aunque sea absurdo, lo que más se quiere en la vida es respirar humo.


¿Y por otro lado, qué hay de aquel cigarro que gustaba de echar tras acostar a un hijo, el suyo o el de algún amigo? Fue este viejo siempre una persona muy curiosa, a la que no le importaba que los niños llevaran su nombre o tuvieran sus ojos, su color de pelo. Detalles sin importancia para alguien a quien realmente le importaba qué mundo dejaría tras su paso. Para él, un niño podía no ser su hijo pero, de algún modo, sí su descendencia. El futuro que habían parido entre todos y ante el que se cuidaba de no fumar.

Prevenía a los jóvenes advirtiéndoles que mejor, hacer lo que él les dijera que hagan, no lo que le vieran a hacer. Sabía que no siempre hacía bien.

Así pues, aconsejaba que lo importante en la vida era hablar, reír y dar besos. No es mucho más lo que hace falta para una vida feliz.

Aunque sabía también, eso sí, que por mucho que enseñara a quienes venían tras él, estos habrían de cometer sus propios errores. Quizá no los mismos en que falló él, pero sí otros, los suyos. Igual de necesarios para aprender sus propias respuestas, seas cuales fueran estas. Aquello que él llamaba sabiduría del corazón, sea lo que fuera eso.


Aunque nunca leyó demasiado, llegado a viejo todo el mundo tiene historias que contar. No las que fantaseaba, de crío, pero sí más de lo que podía imaginar cuando aún era joven. El relato de su propio camino, que no aparecerá en los libros sino entre líneas, dando grueso a la Historia con cuanto de vida cotidiana hay en ella.


No sabe muy bien por qué, se repite en su cabeza, igual que una canción que nunca suena igual, el recuerdo de un cigarro especialmente tonto y cariñoso. Un cigarro que seguramente pasó a engrosar las colillas del suelo más pronto que tarde,  sin darse uno cuenta de que ya se le había acabado. Fue en una ciudad extraña que, sin saberlo él entonces, era apenas una ciudad de paso en su historia. Su propia historia. Conoció allí a una chica de la que no guarda ni el nombre en la memoria. Si hablaron mucho o poco no importa, apenas recuerda nada. Eran compañeros de trabajo que casi nunca coincidían. Cuando él llegaba, ella salía. Sólo una vez, o al menos sólo recuerda una, coincidieron en un turno nocturno. Un turno que se alargó durante toda la noche, continuando tras salir del curro en una fiesta a la que él la llevó, o quizá fue al revés.

Quiso acompañarla a casa, que es como decir que quiso algo más que nunca llegó a suceder. Fumaron juntos, en la calle, un último cigarro antes de irse cada uno por su lado. Ella no quería más, tan sólo un cigarro mas, alargar un poco el momento hasta darle un beso, vete a saber por qué. De improviso.
Anda, pa' que no te vayas sin ná, le dijo.

Y luego subió a su casa, sin nadie que la abrazara. Él se fue también, a la semana siguiente. A otra ciudad. No lo tenía planeado, fue algo que surgió y que lo separó de ella, sin que nunca más volvieran a cruzarse uno entrando, el otro saliendo.

El mundo siguió girando, llevándose consigo el polvo de mil vidas y aquel beso que se dieron con ganas, con sabor a alquitrán y regusto a las cosas que se acaban. Un último cigarrillo, cada vez más corto. Con regusto a amores caducos y sonrisas ladeadas. Que al fin y al cabo, son amores y sonrisas.

La cuenta atrás llega a su fin, dejando tras de sí no más que un hilillo de humo eco de palabras por la muerte disipadas.

Anda, pa' que no te vayas sin ná.



2 comentarios:

  1. y luego dicen que el tabaco es perjudicial para la salud. qué sabrán ellos si en su vida han escrito nada.

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  2. Definitivamente creo que he hecho del tabaco algo lo suficientemente cursi como para ser enviado a concurso. Gracias.

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