Passeig de Gràcia

No es que nos fijáramos el uno en el otro mientras viajábamos en el metro, entre toda esa otra gente. Tampoco es que ella fuera una de esas bellezas que duelen, ni yo, sólo es que estamos haciendo el trasbordo de una línea a otra, y, en los pasillos, me encontré –de casualidad- con que caminábamos a la par. Un túnel la ostia de largo y tan sólo ella y yo, andando a la misma altura, sin siquiera mirarnos de reojo. Sin premeditación, sin mediar palabra, simplemente coincidimos y durante un momento pareció que caminábamos juntos, o eso hubiera pensado cualquiera que pasara por allí; nos acercábamos el uno al otro un poco, lentamente pero cada vez más, como dos personas que caminan en paralelo y que tan sólo se unirán en el infinito. Lejos, faltando nada para acabarse el paseo, nos juntamos; no sé si porque los dos lo deseábamos o si simplemente sucedió así, por inercia; quizá es que ninguno se terminó de dar cuenta de lo que estaba sucediendo, pero el caso es que,  faltando pocos pasos para el final, se rozan nuestras manos -casi nada, lo justo para que nos separemos antes de que lleguemos a intuir nuestra piel- y entonces cada uno se gira y sigue con su camino. Yo fui en una dirección, ella fue en otra. Y fin.

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